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Dominio público |
I. La
liturgia de la Iglesia continúa a finales del año litúrgico alentándonos para
considerar las verdades eternas, las cuáles son de gran provecho para nuestra
alma. La Segunda lectura de la Misa (1 Tes 5, 1-6) nos dice que el encuentro
del Señor llegará como un ladrón en la noche, inesperadamente. Asimismo nos
enseña en el Evangelio (Mt 25, 14-30) que la vida en la tierra es un tiempo
para administrar la herencia del Señor, y así ganar el Cielo.
El
sentido de la parábola que habla del hombre que dejó a sus empleados el cuidado
de sus bienes mientras se encontraba ausente, es bien claro: Los siervos somos
nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada uno;
el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el regreso inesperado es la
muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al banquete, el Cielo. No
somos dueños, sino administradores de unos bienes de los que hemos de dar
cuenta. Hoy nos preguntamos si cuando nos presentemos ante el Señor traeremos
las manos llenas y podremos decirle: Mira, Señor, he procurado gastar la vida
en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu gloria.
II. Uno de los servios escondió el talento que le había sido confiado: Siervo malo y perezoso le llama su señor. Este siervo no sirvió a su señor por falta de amor. Lo contrario de la pereza es precisamente la diligencia, que significa amar. El amor da alas para servir a la persona amada. La pereza, fruto del desamor, lleva a un desamor más grande.
El Señor condena en esta parábola a
quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes los emplean en su
propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los hombres.
Examinemos cómo aprovechamos el tiempo, la puntualidad y el orden; si dedicamos
la atención debida a los deberes familiares; si hacemos un apostolado fecundo;
si procuramos extender el Reino de Cristo en las almas y en la sociedad con los
talentos recibidos.
III. Nuestra vida es breve: Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante, para ganar en el amor, en el servicio a Dios. Aprovechar el tiempo es llevar a cabo lo que Dios quiere que hagamos en ese momento. Aprovechar el tiempo es vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que hacemos, aunque humanamente parezca insignificante, sin preocuparnos excesivamente en el pasado, sin inquietarnos por el futuro.
Cuando una vida ha llegado a su fin es como un tapiz que se ha terminado de tejer: Nuestro Padre Dios lo contemplará, se sonreirá y se gozará de ver una obra acabada, resultado de haber aprovechado bien el tiempo de cada día, hora a hora, minuto a minuto.