
Veo al creyente enamorado de
Dios y pienso que me gustaría tener su fe y su amor. Surge la envidia. Quiero ser
como él es para poder enfrentar la muerte con la misma entereza, y la
enfermedad, y la incertidumbre.
El creyente, el que de verdad
ama a Dios, despierta mi envidia. No cualquier creyente, no cualquier
cristiano. Tiene que ser una
fe transformada en vida.
Y no me refiero tanto a su
comportamiento perfecto, correcto, impecable. Eso quizás no despierta tanto la
envidia. Me refiero a otra cosa.
Se ve, se huele, hay formas de vivir que despiertan vida. Una forma diferente de mirar a los demás. Un respeto que viene de Dios. Una pasión por la vida que es algo sano y hondo. Una manera de vivir en la dificultad, en las incertidumbres.
Jesús no atrajo a nadie por
cumplir todos los preceptos de la ley. Fue otra cosa. Fue su forma de mirar, de hablar,
de vivir, de amar. Fue su manera de vivir tan diferente, tan única.
Cumplir normas morales puede
resultar hasta sencillo, exige esfuerzo, cierto, pero es posible. Me pongo
rígido y voy cumpliendo una tras otra. Ahora esta norma, luego esta otra. Pero
eso no cautiva, no enamora, no atrae.
Es algo diferente que a veces
no alcanzo a ponerle nombre. Es
una presencia del Espíritu que hace diferente a esa persona. Un
toque de Dios como con un dedo que ha cambiado su corazón para siempre.
Entonces surge la envidia sana.
Deseo en mi vida ese mismo toque de Dios. Deseo mirar así, para tener más paz,
para dar más paz.
Ser santo no es un fruto de mi
abnegado esfuerzo. Y eso que en mi vida tengo que hacer muchos esfuerzos.
Porque la vida es exigente y el amor demanda que me rompa, que me parta por los
demás.
Pero creo que la santidad que a
mí me enamora es la que veo en algunas personas. Lo hacen todo fácil, aun
siendo difícil lo que pretenden.
Siempre tienen palabras sabias
sin buscarlo. No se creen especiales, y lo son sin saberlo. Dimanan una luz que
no es suya, no son sus talentos extraordinarios, ni su inteligencia fuera de lo
normal.
Es algo diferente. Una paz que no viene de ellos. Una alegría
que no es forzada. Una esperanza que va más allá de cualquier miedo.
Saben mirar con optimismo
cuando el cielo es oscuro. Y sonríen abrazando con miedo, porque son humanos,
los pasos que dan temblando.
Me gusta esa humanidad abrazada
por la gracia. Sus pecados lavados. Su alma impura llena de pureza. Me desborda
la paradoja de su vida.
Sonríen mientras les duele.
Perdonan mientras caen por el dolor de la herida. Abrazan mientras los
golpean. Y miran a Dios ante cada paso que dan, ante cada decisión que toman.
Mi envidia es sana, sólo quiero
ser como ellos. Quiero el don que tienen, la gracia que los transforma. Decía
el padre José Kentenich:
«Una aspiración individual y
comunitaria a una santidad heroica, una aspiración de tal naturaleza solo es
posible cuando los dones del Espíritu Santo se despliegan sin obstáculos»[1].
Necesito dejar que el Espíritu
Santo actúe en mí venciendo los obstáculos que pongo en mi debilidad. La
envidia que tengo hace que no deje de luchar por allanar el camino.
Yo pongo de mi parte tratando
de cuidar la intención que me mueve por dentro. No busco ser yo el centro, el
primero. Dejo que sea
Dios con su Espíritu el que me vaya cambiando.
La santidad que anhelo es la
que vive la vida como un
paso hacia el cielo. No se trata de cumplirlo todo sino de hacer mejor lo que Dios
me pide. Hacerlo con alegría.
Vivir anclado en el cielo,
navegando hondo en los mares de mi alma, en los mares de Dios.
Me gusta esa sonrisa amplia de
los santos. Esa mirada misericordiosa que siempre tienen. Esa paz que no sé de
dónde la sacan.
No hacen todo bien, no cumplen
con todo. Eso también me gusta. Porque a veces me parece que no puedo cometer errores,
tomar caminos equivocados o desviarme lo más mínimo.
Y esa férrea tensión y
disciplina acaban matando mi ánimo. Me gusta más esa santidad que es
pertenencia. Que se mueve en el juego del perdón constante y no se dedica a
esquivar grandes pecados.
Un confesor le preguntaba a una
persona con mirada pura: «¿Y no tienes nada que sea materia grave de confesión?». Ella sólo había
mencionado su egoísmo como actitud del alma. El confesor esperaba pecados más
concretos. «Eso es sólo
un sentimiento», le dijo. Eran quizás dos miradas enfrentadas. Dos puntos de vista
muy diferentes.
Me despierta envidia esa
sensibilidad que era capaz de ver egoísmo donde yo sólo veo entrega. Y era
incapaz de mencionar hechos dignos de una gran penitencia, tal vez no los
había.
Esas almas puras a mí me
enamoran y despiertan en mi corazón el deseo de dejarme tocar por Dios hasta lo
más hondo. Sólo así mi
mirada será más verdadera.
[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher,
Jonathan Niehaus
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia