MORTIFICACIONES
HABITUALES
II. Mortificaciones para ayudar y hacer más grata la vida a los demás; las
pequeñas contrariedades de cada día; espíritu de sacrificio en el cumplimiento
del deber.
III. Otras mortificaciones. El espíritu de mortificación.
«Cuando partía Jesús de
allí, vio a un hombre sentado en el telonio, llamado Mateo, y le dijo: Sígueme.
Él se levantó y le siguió. Estando él a la mesa en casa de Mateo, vinieron
muchos publicanos y pecadores, y se pusieron también a la mesa con Jesús y sus
discípulos.
Los fariseos, al ver esto, decían a sus discípulos: ¿Por qué vuestro maestro come con los publicanos y pecadores? Pero él, al oírlo, dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio; pues no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.» (Mateo 9, 9-13).
Los fariseos, al ver esto, decían a sus discípulos: ¿Por qué vuestro maestro come con los publicanos y pecadores? Pero él, al oírlo, dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio; pues no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.» (Mateo 9, 9-13).
I. Nos relata San Mateo en
el Evangelio de la Misa que, después de responder a la llamada de Jesús,
preparó una comida en su propia casa, a la que asistieron el resto de los
discípulos y muchos publicanos y pecadores, quizá sus amigos de siempre. Los
fariseos, al ver esto, decían: ¿Por qué vuestro Maestro come con los publicanos
y los pecadores? Jesús oyó estas palabras y Él mismo les contestó diciéndoles
que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y a
continuación hace suyas unas palabras del profeta Oseas: más quiero
misericordia que sacrificio. No rechaza el Señor los sacrificios que se le
ofrecen; insiste, sin embargo, en que éstos han de ir acompañados del amor que
nace de un corazón bueno, pues la caridad ha de informar toda la actividad del
cristiano y, de modo particular, el culto a Dios.
Aquellos
fariseos, fieles cumplidores de la Ley, no acompañaban sus sacrificios del olor
suave de la caridad para con el prójimo y del amor a Dios; en otro lugar dirá
el Señor, con palabras del Profeta Isaías: este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de Mí. En aquella comida en casa de Mateo
manifiestan con su pregunta que les falta comprensión hacia los demás invitados
y que no se esfuerzan por acercarlos a Dios y a la Ley, de la que ellos se
muestran tan fieles cumplidores; juzgan con una visión estrecha y falta de
amor. «Prefiero las virtudes a las austeridades, dice con otras palabras Yahvé
al pueblo escogido, que se engaña con ciertas formalidades externas.
“Por
eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación, como muestras verdaderas
de amor a Dios y al prójimo”.
Nuestro
amor a Dios se expresa en los actos de culto, pero también se manifiesta en
todas las acciones del día, en las pequeñas mortificaciones que impregnan lo
que hacemos, y que llevan hasta el Señor nuestro deseo de abnegación y de
agradarle en todo.
Si
faltara esta honda disposición, la materialidad de repetir unos mismos actos
carecería de valor, porque le faltaría su más íntimo sentido: los pequeños
sacrificios que procuramos ofrecer cada día al Señor, nacen del amor y
alimentan a su vez este mismo amor.
El
espíritu de mortificación, tal como lo quiere el Señor, no es algo negativo ni
inhumano; no es una actitud de rechazo ante lo bueno y lo noble que puede haber
en el uso y goce de los bienes de la tierra; es manifestación de señorío
sobrenatural sobre el cuerpo y sobre las cosas creadas, sobre los bienes, las
relaciones humanas, el trabajo...; la mortificación, voluntaria o aquella otra
que viene sin haberla buscado, no es la simple privación, sino manifestación de
amor, pues «padecer necesidad es algo que puede ocurrirle a cualquiera, pero saber
padecerla es propio de las almas grandes», de las almas que han amado mucho.
La
mortificación no es simple moderación, mantener a raya los sentidos y el
desequilibrio que producen el desorden y el exceso, sino abnegación verdadera,
dar cabida a la vida sobrenatural en nuestra alma, adelanto de aquella gloria
venidera que se ha de manifestar en nosotros.
II. Prefiero la
misericordia al sacrificio... Por eso, un campo principal de nuestras
mortificaciones ha de ser el que se refiere a las relaciones y al trato con los
demás, donde ejercitamos continuamente una actitud misericordiosa, como la del
Señor con las gentes que encontraba a su paso. El aprecio por quienes cada día
tratamos en la familia, en nuestro quehacer profesional, en la calle, empuja y
ordena nuestra mortificación. Nos lleva a hacerles más grato su paso por la
tierra, de modo particular a aquellos que más sufren física o moralmente, a
prestarles pequeños servicios, a privarnos de alguna comodidad en beneficio de
ellos.
Esta
mortificación nos impulsará a superar un estado de ánimo poco optimista que
necesariamente influye en los demás, a sonreír también cuando tenemos
dificultades, a evitar todo aquello -aun pequeño- que puede molestar a quienes
tenemos más cerca, a disculpar, a perdonar... Así morimos, además, al amor
propio, tan íntimamente arraigado en nuestro ser, aprendemos a ser humildes.
Esta disposición habitual que nos lleva a ser causa de alegría para los demás,
sólo puede ser fruto de un hondo espíritu de mortificación, pues «despreciar la
comida y la bebida y la cama blanda, a muchos puede no costarles gran
trabajo... Pero soportar una injuria, sufrir un daño o una palabra molesta...
no es negocio de muchos, sino de pocos».
Junto
a estas mortificaciones que hacen referencia a la caridad, quiere el Señor que
sepamos encontrarle en aquello que Él permite y que de alguna manera contraría
nuestros gustos y planes o el propio interés. Son las mortificaciones pasivas,
que hallamos a veces en una grave enfermedad, en problemas familiares que no
parecen tener fácil arreglo, en un importante revés profesional...; pero más
frecuentemente, cada día, tropezamos con pequeñas contrariedades e imprevistos
que se atraviesan en el trabajo, en la vida familiar, en los planes que
teníamos para esa jornada... Son ocasiones para decirle al Señor que le amamos,
precisamente a través de aquello que en un primer momento nos resistimos a
admitir. La contrariedad ‑pequeña o grande- aceptada con amor, ofreciendo al
Señor aquel contratiempo, produce paz y gozo en medio del dolor; cuando no se
acepta, el alma queda desentonada y triste, o con una íntima rebeldía que la
aleja de los demás y de Dios.
Otro
campo de mortificaciones en las que mostramos el amor al Señor está en el
cumplimiento ejemplar de nuestro deber: trabajar con intensidad, no aplazar los
deberes ingratos, combatir la pereza mental, cuidar las cosas pequeñas, el
orden, la puntualidad, facilitar su labor a quien está en el mismo quehacer,
ofrecer el cansancio que todo trabajo hecho con intensidad lleva consigo...
Mientras
trabajamos, en el trato con los demás..., en toda ocasión, manifestamos, a
través de ese vencimiento pequeño, que amamos al Señor sobre todas las cosas y,
más aún, por encima de nosotros mismos. Con estas mortificaciones nos elevamos
hasta Él; sin ellas, quedamos a ras de tierra. Esos pequeños sacrificios
ofrecidos a lo largo del día disponen al alma para la oración y la llenan de
alegría.
III. Sacrificio con amor nos
pide el Señor. La mortificación no está en la zona fronteriza en la que es
inminente el peligro de caer en el pecado; se encuentra en pleno campo de la
generosidad, porque es saberse privar de lo que sería posible no privarse sin
ofender a Dios. El alma mortificada no es la que no ofende, sino la que ama;
vivir así, con una mortificación habitual, parece necedad a los ojos de los que
se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la fuerza de
Dios, recordaba San Pablo a los primeros cristianos de Corinto.
El
amor al Señor nos mueve a controlar la imaginación y la memoria, alejando
pensamientos y recuerdos inútiles; a sujetar la sensibilidad, la tendencia a
«pasarlo bien» como primera razón de la vida. La mortificación nos lleva a
vencer la pereza al levantarnos, a no dejar la vista y los demás sentidos desparramados,
sin control alguno, a ser sobrios en la bebida, a comer con templanza, a evitar
caprichos...; también mortificaciones corporales, con el oportuno consejo
recibido en la dirección espiritual o en la Confesión.
En
ocasiones nos fijaremos en algunas mortificaciones con preferencia a otras,
dando siempre especial importancia a las que se refieren al mejor cumplimiento
de nuestros deberes para con Dios, a las que ayudan a vivir con esmero la
caridad y el cumplimiento del propio deber. Incluso puede ser útil el tomar
nota de algunas, revisarlas a lo largo del día y pedirle ayuda a nuestro Ángel
Custodio para que salgan adelante. Tener en cuenta la tendencia de todo hombre,
de toda mujer, al olvido y a la dejadez, nos ayudará a poner los medios
necesarios para no dejarlas incumplidas, a un lado. Esas pequeñas renuncias a
lo largo del día, previstas y buscadas muchas de ellas, acercan a Cristo y
constituyen un arma poderosa para ir adquiriendo, primero en un campo y después
en otro, el hábito de la mortificación; son una industria humana difícilmente
sustituible, dada la natural tendencia a resistir y a olvidarnos de la Cruz.
Para
el alma mortificada se hace realidad la promesa de Jesús: quien pierda su vida
por amor mío, la encontrará; así le encontramos a Él en medio del mundo, en
nuestros quehaceres y a través de ellos. «Dijo el amigo a su Amado que le diese
la paga del tiempo que le había servido. Tomó el Amado en cuenta los
pensamientos, deseos, llantos, peligros y trabajos que por su amor había
padecido el amigo, y añadió el Amado a la cuenta la eterna bienaventuranza, y
se dio a Sí mismo en paga a su amigo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org