CISTERNAS AGRIETADAS. EL PECADO
II. Los efectos del pecado.
III. La lucha contra las faltas veniales. Amor a la Confesión.
«Los discípulos se
acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas en parábolas? Él les respondió: A
vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a
ellos no se les ha dado. Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que
no tiene incluso lo que tiene se le quitará.
Por eso les hablo en parábolas,
porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la
profecía de Isaías, que dice: Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la
vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este
pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con
los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y
yo los sane. Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros
oídos porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron
ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis
oyendo y no lo oyeron» (Mateo 13,10-17).
I. El pueblo judío,
después de su experiencia en el desierto, conocía bien la importancia del agua.
Encontrar agua en medio del desierto era hallar un tesoro, y se guardaban los
pozos más que las joyas, pues de ellos dependía la vida. La Sagrada Escritura habla
de Dios como de la fuente de las aguas vivas; el justo es como un árbol
plantado junto al borde del agua viva, que produce frutos incluso en tiempo de
sequía.
En
el coloquio con la mujer samaritana, Jesús manifestó que Él es la fuente capaz
de saciar a las almas con agua viva. En la fiesta de los Tabernáculos o de las
Tiendas, en la que los judíos recordaban su paso por el desierto acampando en
tiendas, Jesús se presenta como el único que puede apagar la sed de las almas.
En el último día ‑escribe San Juan-, el día más solemne de la fiesta, estaba
allí Jesús y clamó: Si alguno tiene sed, venga a Mí, y beba quien cree en Mí.
Como
dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva. Sólo Cristo puede
calmar la sed de eternidad que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón, sólo Él
puede hacer que nuestra vida sea fecunda. Muchos Santos Padres han visto en el
costado abierto de Cristo, del que brota sangre y agua, el origen de los
sacramentos, que dan la vida sobrenatural.
En
este contexto nos suenan con especial fuerza hoy en la oración las palabras del
Profeta Jeremías al hablarnos del abandono de su pueblo y, en un sentido más
amplio, del pecado de los hombres, de nuestros pecados: Espantaos, cielos,
horrorizaos y pasmaos... Porque dos maldades ha cometido mi pueblo: me
abandonaron a Mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes agrietados, que no
pueden contener el agua.
Todo
pecado es separación de Dios. Se abandona por nada el agua viva que salta a la
vida eterna; intento frustrado de apagar la sed en otras cosas, y muerte. Es el
mayor engaño que puede sufrir el hombre, es el auténtico mal, puesto que
arrebata la gracia santificante, la vida de Dios en el alma, que es el don más
precioso que hemos recibido. El pecado es siempre «el derroche de nuestros valores
más preciosos.
Ésta
es la auténtica realidad, aun cuando parece, a veces, que precisamente el
pecado nos permite obtener éxitos. El alejamiento del Padre lleva consigo una
gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa
en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia
de la gracia». El pecado convierte al alma en verdadero pedregal en el que es
imposible que crezca la gracia y se desarrollen las virtudes; tierra seca,
endurecida, llena de espinas, como nos mostraba el Evangelio de la Misa de ayer
y volveremos a considerar mañana. El pecado -el abandono de la fuente de las
aguas vivas para construir aljibes agrietados- significa la ruina del hombre.
II. Fuera de Dios, el
hombre sólo encontrará infelicidad y muerte; el pecado es un vano intento de
guardar agua en un aljibe roto. «Ayúdame a repetirlo al oído de aquél, y del
otro..., y de todos: el pecador, que tenga fe, aunque consiga todas las
bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y desgraciado.
»Es
verdad que el motivo que nos ha de llevar a odiar el pecado, aun el venial, el
que debe mover a todos, es sobrenatural: que Dios lo aborrece con toda su
infinidad, con odio sumo, eterno y necesario, como mal opuesto al infinito bien...;
pero la primera consideración, que te he apuntado, nos puede conducir a esta
última»: la soledad que deja en el alma el pecado nos debe también mover a
alejarnos de él. No sin razón se ha dicho que con mucha frecuencia «el camino
del infierno es ya un infierno».
El
pecado endurece el alma para las cosas de Dios. En el Evangelio de la Misa dice
Jesús, citando al Profeta Isaías: Oiréis con los oídos sin entender; miraréis
con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros
de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos,
ni entender con el corazón... Basta echar una mirada a nuestro alrededor para
ver, con pena, cómo estas palabras del Señor son también una realidad en muchos
que han perdido el sentido del pecado y están como embrutecidos para las
realidades sobrenaturales.
El
pecado mortal aparta al hombre radicalmente de Dios, porque priva al alma de la
gracia santificante; se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas
obras realizadas y deja al alma incapacitada para adquirir otros nuevos; queda
en cierto modo sujeta a la esclavitud del demonio; disminuye la inclinación
natural a la virtud, de tal manera que cada vez le es más difícil realizar
actos buenos; en ocasiones tiene efectos también sobre el cuerpo: falta de paz,
malhumor, desidia, voluntad floja para el trabajo...; se provoca un desorden en
las potencias y afectos; produce un mala toda la Iglesia y a todos los hombres
y una separación de ellos, aunque externamente quede inadvertido: de la misma
manera que todo justo que se esfuerza por amar a Dios eleva al mundo y a cada
hombre, todo pecado «abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo
entero.
En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y
secreto, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado
repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el
conjunto eclesial y en toda la familia humana».
Todo
pecado está íntima y misteriosamente relacionado con la Pasión de Cristo.
Nuestros pecados estuvieron presentes y fueron la causa de tanto dolor; ahora,
en cuanto está de nuestra parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios. «¡Cómo
nos ama, y cuántos sacrificios, cuántas penas pasó por salvarnos, desde el
pesebre hasta la cruz! ¿Qué nos dicen los misterios dolorosos del Rosario, las
estaciones del Vía crucis, la Cruz, los clavos y la lanza, las heridas? Por
nosotros, por cada uno de nosotros ha sufrido todo esto, solamente para
abrirnos el acceso al Padre (Ef 2, 18), para obtenernos el perdón de los
pecados y el derecho a la posesión de la vida eterna. Nosotros, en recompensa,
pecamos y despreciamos todos sus sacrificios. Éste fue su dolor más agudo
durante la agonía en Getsemaní: previó con clarividencia divina con qué íbamos
a corresponderle».
Con
la ayuda y la misericordia divina, porque nadie está confirmado en gracia, el
cristiano que sigue de cerca a Cristo no cae habitualmente en faltas graves.
Pero el conocimiento de la propia debilidad ha de llevarnos a evitar con esmero
las ocasiones de pecar, aun las más lejanas; a practicar la mortificación de
los sentidos; a no fiarnos de la propia experiencia, de los años quizá de
entrega, de una formación esmerada...
Y
hemos de pedir al Señor aborrecer todo pecado y toda falta deliberada, la
finura de conciencia para detectar incluso las faltas leves y desear purificar
el alma en la frecuente Confesión, para no perder el sentido del pecado, esa
tremenda realidad que parece ajena a una buena parte de la sociedad a la que
pertenecemos, porque ha dado la espalda a Dios.
Le
decimos a Jesús: «¡Ayúdanos a vencer nuestra indiferencia y nuestro torpor!
Danos el sentido del pecado. Crea en nosotros, Señor, un corazón puro, y
renueva en nuestra conciencia un espíritu firme».
III. Para entablar una lucha
decidida contra el pecado es preciso reconocer sin excusas ni disculpas
nuestros errores diarios, llamándolos por su nombre, sin buscar justificaciones
que impedirían el dolor y la contrición y la lucha por evitarlos: omisiones en
nuestros deberes profesionales, en la fraternidad, en el trato con Dios;
juicios negativos sobre los demás; ambiciones menos nobles o desordenadas: de
ser el centro de los demás, de mandar, de tener más de lo que se necesita;
movimientos de envidia, malhumor que se vierte en los demás; pocas atenciones
en la vida de familia; deseos consentidos de ser servidos en vez de servir...
Son
verdaderos pecados veniales, porque la voluntad se resiste a secundar el querer
de Dios, prefiriendo el propio capricho o el juicio propio en algo contrario a
la voluntad de Dios, aunque no suponga una ruptura con Él. No se compagina el
empeño por estar cada día más cerca de Jesucristo con admitir cosas que separan
de Él. Cada falta venial deliberada es un paso atrás en nuestro camino hacia Dios;
es entorpecer la acción del Espíritu Santo en el alma.
A
nosotros, que estamos sedientos de Dios, que queremos dejar a un lado y
aborrecer de verdad todo aquello que nos separa o retrasa, nos dice el mismo
Jesús: Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba...
Esta
agua viva que promete el Señor no se puede guardar en vasijas rotas por el
pecado mortal o agrietadas por los pecados veniales. La Confesión restaura el
alma, la purifica y la llena de gracia. Vayamos a este sacramento con
contrición verdadera. Que podamos decir con el Salmista: ríos de lágrimas
derramaron mis ojos porque no observaron tu ley.
Le
pedimos a Nuestra Madre Santa María, Refugio de los pecadores, que nos conceda
la gracia de aborrecer todo pecado venial y un gran amor al sacramento de la Misericordia
divina. Examinemos al terminar este rato de oración con qué frecuencia acudimos
a este sacramento, con qué amor nos acercamos, qué empeño ponemos en los
consejos recibidos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org