EL VALOR INFINITO DE LA MISA
II. Adoración y acción de gracias.
III. Expiación y propiciación por nuestros pecados; impetración de todo
aquello que necesitamos.
«Subiendo a una barca,
cruzó de nuevo el mar y vino a su ciudad. Entonces le presentaron un paralítico
postrado en una camilla. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten
confianza, hijo, tus pecados te son perdonados. Ciertos escribas dijeron en su
interior: Éste blasfema.
Conociendo Jesús sus pensamientos, dijo: ¿Por qué
pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: tus pecados te son
perdonados, o decir: levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del
Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo al paralítico:
Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y se marchó a su
casa. Al ver esto las multitudes se atemorizaron y glorificaron a Dios por
haber dado tal poder a los hombres» (Mateo 9, 1-8).
I. Leemos en el libro del
Génesis cómo Dios quiso probar la fe de Abrahán. Le había sido prometido que su
descendencia sería como las estrellas del cielo. El Patriarca ve el paso del
tiempo hasta llegar a una edad muy avanzada; y su mujer era estéril. Pero él
siguió creyendo en la palabra de Dios.
Yahvé
le había anunciado que tendría un hijo, y Abrahán lo creyó contra toda
esperanza; cuando al fin vino al mundo lo llamó Isaac, y cuando, ya mayor,
constituía el premio a su confianza, Dios, señor de la vida y de la muerte, le
mandó que lo sacrificara: Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete
al país de Moria y ofrécemelo allí en uno de los montes que Yo te indicaré.
Pero en el momento en que iba a sacrificar al hijo amado, el Ángel del Señor le
detuvo. Y oyó el Patriarca estas palabras llenas de bendiciones
sobreabundantes: Por haber hecho esto, por no haberte reservado a tu hijo, tu
hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas
del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las
puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo serán bendecidos
en tu descendencia, porque me has obedecido.
Los
Padres de la Iglesia han visto en el sacrificio de Isaac un anuncio del
sacrificio de Jesús. Isaac, el único hijo de Abrahán, el amado, cargado con la
leña hacia el monte donde va a ser sacrificado, es figura de Cristo, el
Unigénito del Padre, el Amado, que camina con la cruz a cuestas hacia el
Calvario, donde se ofrece como sacrificio de valor infinito por todos los
hombres.
En
la Misa, después de la Consagración, el Canon Romano celebra la memoria de esta
oblación de Abrahán, la entrega de su hijo. Él es nuestro «padre en la fe».
Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda, decimos a Dios Padre:
acéptala como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán,
nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec...
La
obediencia de Abrahán es la máxima expresión de su fe sin condiciones a Dios.
Por eso, recobró de nuevo a Isaac y, después de haberlo ofrecido, lo recibió
como un símbolo. Pensaba, en efecto, que Dios es poderoso para resucitar de
entre los muertos; por eso lo recobró y fue como una imagen de lo venidero.
Orígenes
señala que el sacrificio de Isaac nos hace comprender mejor el misterio de la
Redención. «El hecho de que Isaac llevara la leña para el holocausto es figura
de Cristo que llevó su cruz a cuestas. Pero, al mismo tiempo, llevar la leña
para el holocausto es tarea del sacerdote. Luego Isaac fue a la vez víctima y
sacerdote (...). Cristo es al mismo tiempo Víctima y Sumo Sacerdote. Según el
espíritu, en efecto, ofrece la víctima a su Padre; según la carne, Él mismo es
ofrecido sobre el altar de la Cruz».
Por
eso, cada Misa tiene un valor infinito, inmenso, que nosotros no podemos
comprender del todo: «alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas
del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más
gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las
penitencias de todos los santos, que todas las lágrimas por ellos derramadas
desde el principio del mundo y todo lo que hagan hasta el fin de los siglos».
II. Aunque todos los actos
de Cristo fueron redentores, existe, sin embargo, en su vida un acontecimiento
singular que destaca sobre todos, y al que todos se dirigen: el momento en que
la obediencia y el amor del Hijo ofrecieron al Padre un sacrificio sin medida,
a causa de la dignidad de la Ofrenda y por el Sacerdote que la ofrecía. Y es Él
quien permanece en la Misa como Sacerdote principal y Víctima realmente
ofrecida y sacramentalmente inmolada.
En
la Santa Misa, los frutos que miran inmediatamente a Dios, como la adoración y
la acción de gracias, se producen siempre en su plenitud infinita, sin depender
de nuestra atención, ni del fervor del sacerdote. En cada Misa se ofrecen
infaliblemente a Dios una adoración, una reparación y una acción de gracias de
valor sin límites, porque es Cristo mismo quien la ofrece y el que se ofrece. Por
eso, es imposible adorar mejor a Dios, reconocer su dominio soberano sobre
todas las cosas y sobre todos los hombres. Es la realización más acabada del
precepto: Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás.
Es
imposible dar a Dios una reparación más perfecta por las faltas diariamente
cometidas que ofreciendo y participando con devoción del Santo Sacrificio del
Altar. Es imposible agradecerle mejor los bienes recibidos que a través de la
Santa Misa: Quid retribuam Domino pro omnibus quaere tribuit mihi?... ¿Cómo
retribuiré a Dios por todos los beneficios que ha tenido conmigo? Elevaré el
cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor. Qué gran oportunidad para
agradecer a Dios tantos bienes como recibimos..., pues a veces es posible que
nos olvidemos de dar gracias a Dios por sus dones, tantos y tantos; puede
sucedernos como a los leprosos curados por Jesús...
«La
adoración, la reparación y la acción de gracias son efectos infalibles del
sacrificio de la Misa que miran al mismo Dios», ya que es el mismo el que
ofrece y se ofrece. ¡Qué honor tan grande el de los sacerdotes, al prestarle a
Cristo la voz y las manos en el sacrificio eucarístico! ¡Qué grandeza la de los
fieles de poder participar en tan gran Misterio! «Dile al Señor que, en lo
sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o
recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que
queme, como si fuera la última vez de tu vida.»-Y duélete, por tus negligencias
pasadas».
III. En el monte Moria no
fue sacrificado Isaac, el hijo único y amado de Abrahán; en el Calvario, Jesús
padeció y murió por todos nosotros, pro peccatis, a causa de nuestros pecados.
Este fruto de expiación y de propiciación alcanza también a las almas de
quienes nos precedieron y que se purifican en el Purgatorio, esperando el traje
de bodas para entrar en el Cielo.
El
sacrificio eucarístico realiza, por sí mismo y por su propia virtud, el perdón
de los pecados; «pero lo opera de una manera mediata... Por ejemplo, una persona
que pida a Dios sin asistir al sacrificio la gracia de mudar de vida y de
confesarse, la obtendrá sólo en virtud de su fervor y de sus instancias... ;
pero si oye Misa con este fin es seguro que obtendrá este favor eficazmente con
tal de que no oponga obstáculos a ello».
Jesucristo,
al ofrecerse al Padre, pide por todos. Él vive para interceder por nosotros.
¿Qué mejor momento encontraríamos que éste de la Santa Misa para acercarnos a
pedir lo que tanto necesitamos? Cada Misa es ofrecida por la Iglesia entera,
que suplica a su vez por todo el mundo. «Cada vez que se celebra una Misa es la
sangre de la Cruz la que se derrama como lluvia sobre el mundo». Junto a la
Iglesia, pedimos de modo particular por el Papa, el obispo diocesano, el propio
prelado y todos los demás que, «fieles a la verdad, promueven la fe católica y
apostólica».
Junto
a este fruto general de la Misa, hay también un fruto especial, de diverso
modo, para quienes participan en el Santo Sacrificio: quienes han procurado que
se celebre; para el sacerdote hay un fruto especialísimo irrenunciable, puesto
que depende de su voluntad meritoria el que se diga la Misa; participan de este
fruto especial los acólitos, los cantores... y todo el pueblo santo que esté
presente en el Sacrificio, cada uno según sus disposiciones: todos los
circunstantes, cuya fe y entrega bien conoces... Por ellos y todos los suyos,
por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan, te ofrecemos y ellos
mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza a ti, eterno Dios, vivo y
verdadero.
Además
de los frutos de alabanza y de adoración a Dios, también produce la Santa Misa,
de modo infinito e ilimitados en sí mismos, los frutos de remisión de nuestros
pecados y de impetración de todo aquello que necesitamos, pero son finitos y
limitados según nuestras disposiciones. Por eso es tan importante la
preparación del alma con la que nos acercamos a participar de este único
Sacrificio, y los momentos de recogimiento ya acabada la acción sagrada.
«¿Estáis allí -pregunta el Santo Cura de Ars- con las mismas disposiciones que
la Virgen Santísima en el Calvario, tratándose de la presencia de un mismo Dios
y de la consumación de igual sacrificio?».
Pidamos
a Nuestra Señora que la celebración o la participación del sacrificio
eucarístico sea para nosotros la fuente donde se sacian y se aumentan nuestros
deseos de Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org