La red barredera
Dominio público |
Asimismo el Reino de los Cielos es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor va y vende todo cuanto tiene y la compra. Asimismo el Reino de los Cielos es semejante a una red barredera que, echada en el mar, recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla y sentándose echan lo bueno en cestos, mientras lo malo lo tiran fuera.
Así será al fin del mundo: Saldrán
los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al
horno del fuego. Allí será el llanto y rechinar de dientes. ¿Habéis entendido
todas estas cosas? Le respondieron: Sí. El les dijo: Por eso, todo escriba
instruido acerca del Reino de los Cielos es semejante a un padre de familia,
que saca de sus tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.» (Mateo 13,
44-52)
I.
El Evangelio de la Misa nos presenta diversas parábolas acerca del Reino de los
Cielos: el tesoro escondido, la perla de gran valor que encuentra un
comerciante en perlas finas, la red barredera que echan en el mar y recoge toda
clase de peces, unos buenos y otros malos. Al final se reúnen los buenos en un
cesto y los malos se tiran.
Esta
red echada en el mar es imagen de la Iglesia, en cuyo seno hay justos y
pecadores. En otros lugares el Señor enseña esta misma realidad: en su Iglesia,
hasta el fin de los tiempos, habrá santos y quienes se han marchado de la casa
paterna, malgastando la herencia recibida en el Bautismo; y todos pertenecen a
ella, aunque de diverso modo.
«Mientras
Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7, 26), no conoció el pecado (cfr. 2
Cor 5, 21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Heb
2, 17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo
tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de
la penitencia y de la renovación». Los pecadores, no obstante sus pecados,
siguen perteneciendo a la Iglesia, por los valores espirituales que aún
subsisten en ellos: el carácter indeleble del Bautismo y de la Confirmación, la
fe y la esperanza teologales..., y por la caridad que llega a ellos en razón de
los demás cristianos que luchan por ser santos. Quedan asociados a quienes se
empeñan cada día por amar más a Dios, de la misma manera que un miembro enfermo
o paralítico participa y recibe el influjo de todo el cuerpo.
La Iglesia «sigue viviendo en sus hijos que no poseen ya
la gracia. Lucha en ellos contra el mal que los corroe; se esfuerza por
retenerlos en su seno, por vivificarlos continuamente al ritmo de su amor. Los
conserva como se conserva un tesoro del que no se desprende uno más que cuando
se ve obligado a ello. Y no es que quiera cargar con un peso muerto. Tan sólo
espera que a fuerza de paciencia, de mansedumbre, de perdón, el pecador que no
se haya separado totalmente de ella volverá para vivir en plenitud; que la rama
adormecida, por la poca savia que en ella quedaba, no será cortada ni arrojada
al fuego eterno, sino que tendrá tiempo para volver a florecer». La Iglesia no
se olvida un solo día de que es Madre.
Continuamente
pide por sus hijos que se hallan enfermos, espera con infinita paciencia, trata
de ayudarles con una caridad sin límites. Nosotros debemos hacer llegar hasta
el Señor nuestras oraciones, y ofrecer el trabajo, el dolor, las fatigas, por
aquellos que, perteneciendo a la Iglesia, no participan de la inmensa riqueza
de la gracia, esa corriente de vida que fluye sin cesar, principalmente a
través de los sacramentos. De modo muy particular debemos pedir cada día por
aquellos con quienes nos unen vínculos más estrechos para que, si están
enfermos, recobren plenamente la salud espiritual.
II.
Aunque en el Pueblo de Dios existan miembros alejados de la gracia vivificante
y sean incluso causa de escándalo para muchos, la Iglesia misma, sin embargo,
está libre de todo pecado. De ella se puede decir, de modo analógico y acomodado,
lo que se dice de Cristo: es de arriba, no de abajo; es de origen divino.
Cristo la tomó «como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para
santificarla, la unió a Sí mismo como su cuerpo y la enriqueció con el don del
Espíritu Santo, para gloria de Dios (...). Esta santidad de la Iglesia se
manifiesta continuamente y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el
Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de las maneras más diversas en
cada uno de los que, según su condición de vida, tienden a la perfección de la
caridad, edificando a los demás».
Ella
sabe que no es una formación de este mundo, ni un poder cultural religioso, ni
una institución política, ni una escuela científica, sino una creación del
Padre celestial por medio de Jesucristo. «En Ella ha depositado Cristo, el
Enviado del Padre, su palabra y su obra, su vida y su salvación, y en Ella los
dejó para todas las generaciones venideras».
Los pecadores pertenecen a la Iglesia, a pesar de sus
pecados; todavía pueden volver a la casa paterna, aunque sea en el último
instante de su vida. Por el Bautismo, llevan en sí una esperanza de
reconciliación que ni aun los pecados más graves pueden borrar. El pecado que
la Iglesia encuentra en su seno no es parte de ella; es, por el contrario, el
enemigo contra el que habrá de luchar hasta el final de los tiempos,
especialmente a través del sacramento de la Confesión. Sí pertenecen a ella sus
hijos manchados por el pecado, pero no sus manchas. Sería bien triste que
nosotros, sus hijos, dejáramos que se juzgara a la Iglesia precisamente por lo
que no es.
Como recordaba en una ocasión San Juan Pablo II, la
Iglesia «es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe
ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por
hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla
hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas».
Cuando se habla de los defectos de la Iglesia en el pasado
o en el presente, o se dice que la Iglesia debe purificar sus faltas, se olvida
que esas faltas y esos errores se dieron y se dan precisamente por personas,
con responsabilidad personal, que no vivieron su vocación cristiana y no
llevaron a cabo la doctrina que Cristo dejó a su Iglesia; se olvida que Cristo
la ha adquirido para Sí, por medio de su Sangre, que la ha purificado desde el
comienzo para que aparezca en su presencia totalmente resplandeciente, sin
mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino santa e inmaculada, que es la Casa
de Dios, columna y soporte de la verdad.
«Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese
interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de
los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa.
Nosotros sí (...). Éste es el verdadero meaculpismo, el personal, y no el que
ataca a la Iglesia, señalando y exagerando los defectos humanos que, en esta
Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde los
hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir -ni a tocar, siquiera-
aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la Iglesia».
III.
La Iglesia es santa y fuente de santidad en el mundo. Nos ofrece continuamente
los medios para encontrar a Dios. «Esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna
en los sacramentos, con los que engendra siempre pureza; en las santísimas
leyes, con que a todos manda y en los consejos del Evangelio, con que nos
amonesta; y finalmente en los dones celestiales y carismas, con los que,
inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires,
vírgenes y confesores».
Es fuente de santidad y la causa de la existencia de
tantos santos a lo largo de los siglos. Primero fueron los mártires, que dieron
su vida en testimonio de la fe que profesaban. Luego, la historia de la
humanidad ha conocido el ejemplo de tantos hombres y mujeres que ofrecieron su
vida por amor a Dios para ayudar a sus hermanos en todas las miserias y
necesidades. No hay apenas indigencia humana que no haya despertado en la
Iglesia la vocación de hombres y mujeres para solucionarla, llegando al
heroísmo.
Y
son muchos, también hoy, los padres y madres de familia que gastan callada y
heroicamente su vida, sacando la familia adelante en cumplimiento de la vocación
que han recibido de Dios, y hombres y mujeres que en medio del mundo se han
entregado por entero al Señor, viviendo la virginidad o el celibato, y, siendo
ciudadanos corrientes, dan una especial gloria y alegría a Dios, santificándose
en sus respectivas profesiones y ejerciendo un apostolado eficaz entre sus
compañeros. La Iglesia es santa porque todos sus miembros están llamados a la
santidad, «lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por
ella».
En virtud de la santidad de su Fundador, la Iglesia,
Esposa de Cristo, es siempre joven y siempre bella, sin mancha ni arruga, digna
siempre de la complacencia divina. La santidad de la Iglesia es algo permanente
y no depende del número de cristianos que vivan su fe hasta las últimas consecuencias,
pues es santa por la acción constante en ella del Espíritu Santo, y no por el
comportamiento de los hombres. Por esto, aun en los momentos más graves, «si
las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa
realidad mística -clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos-
que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu
Santo, la presencia amorosa del Padre».
Pidamos al Señor que nosotros, miembros del Pueblo de
Dios, de su Cuerpo Místico, crezcamos en santidad personal y seamos así buenos
hijos de la Iglesia Santa. «Se necesitan -dice Juan Pablo II- heraldos del
Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de
hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al
mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan
nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos.
Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y
nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org