El Señor de la historia
sabe esperar el momento del discernimiento final, dando así tiempo a que el
hombre se convierta de sus obras malas
Las
enseñanzas de Jesús partían de ejemplos muy concretos de la vida ordinaria. Era
una forma de enseñar propia de los rabinos, aunque Jesús dejara su propia
impronta que el pueblo valoraba con una rotunda expresión: «enseña con
autoridad».
La
autoridad de Jesús se manifestaba de dos maneras: ayudaba a mirar las cosas
ordinarias desde la perspectiva del Reino de Dios, de la salvación del hombre,
del juicio al final de la historia. Sus parábolas, ordenadas en bloques, son
auténticos arcones de sabiduría de donde sacaba lo nuevo y lo viejo. Su
autoridad, además, se mostraba en extraer el misterio que ocultan las cosas más
pequeñas y sencillas cuando se miran desde la óptica de Dios.
Otra característica de su enseñanza
es la invitación a escuchar con atención: «el que tenga oídos para oír, que
oiga». No todo lo que el hombre recibe por el oído madura en su interior.
Necesita prestar atención y acoger la palabra del Maestro.
En
este domingo, Jesús cuenta tres parábolas sobre el reino de los cielos que nos
hablan de los tiempos o ritmos de Dios. En la parábola de la cizaña, cuando los
agricultores se dan cuenta de que ésta crece junto al trigo, piensan que lo
mejor es arrancarla de cuajo. Pero el dueño del terreno se lo impide porque, al
arrancar la cizaña, pueden también arrancar el trigo. Mejor es esperar, les
dice, al tiempo de la siega para cortar la cizaña y arrojarla al fuego y
recoger el trigo en el granero.
El
tiempo de Dios no es nuestro tiempo. El Señor de la historia sabe esperar el
momento del discernimiento final, dando así tiempo a que el hombre se convierta
de sus obras malas, que el diablo siembra en su corazón. Dios no tiene prisa en
establecer su juicio, y el hombre que pretende situarse en el lugar de Dios
puede estropear su obra juzgando antes de tiempo quién es digno o no de entrar
en su reino. En esta vida, el bien y mal crecen juntos, pero no hay que precipitarse.
Para entender esto, bastaría pensar en qué hubiera sido de nosotros si Dios nos
hubiera arrancado de esta tierra cuando hemos sido cizaña.
La segunda parábola, la del grano de
mostaza, nos enseña que una diminuta semilla esconde una potencialidad exuberante.
Sembrada en la tierra, crece y se desarrolla hasta formar un árbol capaz de
alojar en sus ramas a los pájaros del cielo. También aquí el Señor nos educa en
la importancia del crecimiento del bien en nosotros, a pesar de la apariencia
de pequeñez que ofrece a primera vista. «Lo pequeño es hermoso» es el título de
un libro sobre economía publicado en 1973.
Nos
fascina lo grande, lo aparatoso, y olvidamos que Dios se ha complacido en lo
pequeño para elevarlo a la cima de sublime. Debemos dejar que lo pequeño que
Dios nos ha regalado crezca y crezca según su capacidad para convertir nuestra
vida en un hogar donde puede caber el universo.
La tercera parábola, de la levadura,
es la más breve y concisa de todas: «El reino de los cielos se parece a la levadura;
una mujer la amasa con tres medidas de harina para que todo fermente». Aunque
en tiempo de Jesús la levadura poseía una connotación negativa, símbolo de la
descomposición y del pecado, Jesús la utiliza en sentido positivo para enseñar
que, como en el grano de mostaza, una pequeña porción puede fermentar la masa
del pan por la fuerza que en sí tiene y no porque el hombre realice esa
transformación.
Dios
actúa en ese proceso de manera oculta pero certera. Al utilizar la levadura
como ejemplo del reino de los cielos, Jesús nos ofrece la segura esperanza de
que quien acoge en su corazón el reino predicado por Jesús, experimentará la
trasformación de su persona e irá creciendo misteriosamente en él toda la
riqueza que esconden sus parábolas.
+ César Franco
Obispo de Segovia.