EL VALOR DE LA PALABRA EMPEÑADA
II. Amor a la verdad en toda ocasión y circunstancia.
III. Fidelidad y lealtad a nuestros compromisos.
“En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No jurarás en
falso” y “Cumplirás tus votos al Señor”.
Pues yo os digo que no juréis en
absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado
de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu
cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta
decir “sí” o “no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno” (Mateo 5,33-37).
I. En tiempos de Jesús, la
práctica del juramento había caído en el abuso por su frecuencia, por la
ligereza con que se hacía, y por la casuística que se había originado para
legitimizar su incumplimiento. Jesús sale al paso de esta costumbre y con la
fórmula pero yo os digo, que emplea con frecuencia para señalar la autoridad
divina de sus palabras, prohíbe poner a Dios por testigo, no sólo de cosas
falsas, sino también de aquellos asuntos en los que la palabra del hombre debe
bastar. Así lo recoge San Mateo en el Evangelio de la Misa: A vosotros os debe
bastar decir sí o no. El Señor quiere realzar y devolver su valor y fuerza a la
palabra del hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice.
Jurar,
es decir, poner a Dios por testigo de algo que se asegura o se promete, es
lícito, y en ocasiones necesario, cuando se hace con las debidas condiciones y
circunstancias. Es entonces un acto de la virtud de la religión y redunda en
honor del nombre de Dios. El Profeta Jeremías ya había señalado que el
juramento grato a Dios debía ser realizado en verdad, en juicio y en justicia;
es decir, la afirmación ha de ser verdadera, formulada con prudencia -ni ligera
ni temerariamente- y referida a una cosa o necesidad justa y buena.
Si
no lo exige la necesidad, nuestra palabra de cristianos y de hombres honrados
debe bastar, porque nos han de conocer como personas que buscan en todo la
verdad y que dan un gran valor a la palabra empeñada, en lo que se fundamenta
toda lealtad y toda fidelidad: a Cristo, a nuestros compromisos libremente
adquiridos, a la familia, a los amigos, a la empresa en la que trabajamos.
En
las situaciones normales de la vida corriente, bastará nuestra palabra para dar
toda la consistencia necesaria a lo que afirmamos o prometemos; pero la fuerza
de la palabra empeñada ha de ganarse día a día, siendo veraces en lo pequeño,
rectificando con valentía cuando nos hemos equivocado, cumpliendo nuestros
compromisos. ¿Nos conocen así en el lugar donde trabajamos, en la familia,
aquellos que nos tratan? ¿Saben que procuramos no mentir jamás, ni siquiera por
diversión, o por conseguir un bien, o por evitar un mal mayor?
II. En las enseñanzas de
Cristo, la hipocresía y la falsedad son vicios muy combatidos, mientras que la
veracidad es una de las virtudes más gratas a Nuestro Señor: He aquí un
verdadero israelita, en quien no hay doblez, dirá de Natanael cuando se le
acerca acompañado de Felipe. Jesucristo mismo es la Verdad; por el contrario,
el demonio es el padre de la mentira. Quienes sigan al Maestro han de ser
hombres honrados y sinceros que huyen siempre del engaño y basan sus relaciones
-humanas y divinas- en la veracidad.
La
verdad se transmite a través del testimonio del ejemplo y de la palabra: Cristo
es el testigo del Padre; los Apóstoles, los primeros cristianos, nosotros
ahora, somos testigos de Cristo delante de un mundo que necesita testimonios
vivos. Y ¿cómo creerían nuestros amigos y colegas en la doctrina que queremos
transmitirles, si nuestra propia vida no estuviera basada en un gran amor a la
verdad? Los cristianos debemos poder decir, como Jesucristo, que hemos venido
al mundo para atestiguar sobre la verdad, en un momento en que muchos utilizan
la mentira y el engaño como una herramienta más para escalar puestos, para
alcanzar un mayor bienestar material o evitarse compromisos y sacrificios; o
simplemente por cobardía, por falta de virtudes humanas. El mismo Jesús señaló
el amor a la verdad como una cualidad necesaria en sus discípulos, que lleva
consigo la paz del alma, porque la verdad os hará libres.
Hemos
de ser ejemplares, estando dispuestos a construir nuestra vida, nuestra
hacienda, nuestra profesión, sobre un gran amor a la verdad. No nos sentimos
tranquilos cuando hay por medio una mentira. Debemos amar la verdad y poner
empeño en encontrarla, pues en ocasiones está tan oscurecida por el pecado, las
pasiones, la soberbia, el materialismo..., que de no amarla no sería posible
reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando llega ‑disimulada o con
claridad- en ayuda del falso prestigio, de mayores ganancias en la
profesión...!; pero ante la tentación, tantas veces disfrazada con variados
argumentos, hemos de recordar, clara, diáfana, la doctrina de Jesús: sea
vuestra palabra: «Sí, sí»; «No, no».
Ser
veraces es un deber de justicia, una obligación de caridad y de respeto al
prójimo. Y esta misma consideración por quienes nos escuchan nos llevará en
ocasiones a no manifestar, indiscretamente, nuestros conocimientos y opiniones,
sino de acuerdo con la formación, edad, etc., de los oyentes. El amor a la
verdad que nos han confiado nos llevará a mantener firmes otras exigencias
morales, como la reserva o el secreto profesional, el derecho a la intimidad,
etc., pidiendo, si es preciso, consejo sobre el modo de actuar en casos
difíciles para defender una determinada verdad ante quien quiere acceder a ella
injustamente.
III. Al dar nuestra palabra,
en cierto modo nos damos nosotros mismos, nos comprometemos en lo más íntimo de
nuestro ser. Un cristiano, un verdadero discípulo de Jesucristo, a pesar de sus
errores y defectos, ha de ser leal, honesto, un hombre de palabra: alguien que
es fiel a su palabra. En la Iglesia los cristianos nos llamamos fieles, para
expresar la condición de miembros del Pueblo de Dios adquirida por el Bautismo.
Pero
también fiel es la persona que inspira confianza, de la que nos podemos fiar,
aquella cuyo comportamiento corresponde a la confianza puesta en ella o a lo
que exige de ella el amor, la amistad, el deber, y que es fiel a una promesa, a
la palabra dada... En la Sagrada Escritura el calificativo fiel es atribuido a
Dios mismo, porque nadie como Él, de modo eminente, es digno de confianza: es
siempre fiel a sus promesas, no nos falla jamás. Fiel es Dios -dice San Pablo a
los Corintios-, que no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras
fuerzas...
Es
fiel quien es leal a su palabra. Es leal el que cumple sus compromisos: con
Dios y con los hombres. Pero la sociedad muestra con frecuencia duda y
relativismo, ambiente de infidelidad; muchas gentes, de todas las edades, parecen
ignorar la cabal obligación de ser fieles a la palabra dada, de llevar adelante
los compromisos que se adquirieron con total libertad, de mantener una conducta
coherente con las decisiones que han tomado ante Dios o ante los hombres: en la
vida religiosa y en la vida civil. Podrán presentarse dificultades, pero en
cualquier caso la fe y la doctrina de la Iglesia, el ejemplo de los santos, nos
enseñan que es posible vivir las virtudes: a quien hace lo que está de su
parte, Dios no le niega su gracia.
Hemos
de estar firmemente persuadidos, y ayudar a los demás a estarlo, de que se
pueden vivir las virtudes con todas sus exigencias, pues se ha extendido
ampliamente una idea -a veces un sentimiento difuso- de que las virtudes, los
compromisos, son una especie de «ideales», unas metas a las que hay que tender,
pero que son inalcanzables. Pidamos fervientemente al Señor que no nos
inficcionemos nunca de ese error.
El
cristiano, ejercitándose en la lealtad, no cederá cuando las exigencias morales
sean o parezcan más fuertes. Hemos de pedir a Dios esa rectitud de conciencia:
quien cede, teóricamente «desearía» vivir las virtudes, «desearía» no pecar,
pero considera que si la tentación es fuerte o las dificultades grandes, está
poco menos que justificado ceder. Esto puede ocurrir ante los compromisos en el
trabajo, frente a la necesidad de rechazar con energía un clima de sensualidad,
al ser necesarios unos medios costosos para sacar adelante la educación de los
hijos, o el propio matrimonio, o el camino vocacional. Recordemos hoy en
nuestra oración aquella advertencia de Jesús: cayó la lluvia, llegaron las
riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó
porque estaba cimentada sobre roca. La roca es Cristo, que nos brinda siempre su
fortaleza.
Fieles
a Cristo: ésta es la mayor alabanza que nos pueden hacer; que Jesucristo pueda
contar con nosotros sin limitaciones de circunstancias o de futuro, y que
nuestros amigos sepan que no les fallaremos, que la sociedad a la que
pertenecemos se puede apoyar, como en cimiento firme, en los pactos que hemos
suscrito, en la palabra empeñada de modo libre y responsable.
«Cuando viajáis
de noche en ferrocarril, ¿no habéis pensado nunca de pronto que la vida de
varios centenares de personas está en manos de un maquinista, de un guardagujas
que, sin cuidarse del frío y del cansancio, están en su puesto? La vida de todo
un país, la vida del mundo, dependen de la fidelidad de los hombres en el
cumplimiento de su deber profesional, de su función social, de que cumplan
fielmente sus contratos, que sostengan la palabra dada», sin necesidad de poner
a Dios por testigo, como hombres cabales.
A
vosotros os debe bastar decir sí o no. Hombres de palabra, leales en el
cumplimiento de los pequeños deberes diarios, sin mentiras ni engaños en el
ejercicio de nuestra profesión, sencillos y prudentes, huyendo de lo que no es
claro: honradez sin fisuras, diáfana. Si vivimos esta lealtad en lo humano, con
la ayuda de la gracia seremos leales con Cristo, que en definitiva es lo que
importa, pues quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho; no podríamos
construir la integridad de nuestra fidelidad a Cristo sobre una lealtad que se
cuarteara cada día en las relaciones humanas.
¡Qué
alegría recibimos cuando en medio de una dificultad llega un amigo y nos dice:
«¡Puedes contar conmigo!» También agradará al Señor que le digamos hoy en
nuestra oración, con la sencillez de quien conoce su debilidad: Señor, ¡puedes
contar conmigo! Nos puede servir también como una jaculatoria que repitamos a
lo largo del día.
Pidamos
a María Santísima, Virgo fidelis, Virgen fiel, que nos ayude a ser leales y
fieles en nuestra conducta diaria, en el cumplimiento de nuestros deberes y
compromisos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org