EL VALOR DE UN JUSTO
II. Nuestra participación en los infinitos méritos de Cristo.
III. Como luceros en el mundo.
«Viendo Jesús a la
multitud que estaba a su alrededor ordenó pasar a la otra orilla. Y acercándose
a él cierto escriba, le dijo: ‘Maestro, te seguiré dondequiera que vayas’.
Jesús le contestó: ‘Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus
nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza’. Otro de sus
discípulos le dijo: ‘Señor permíteme ir primero a enterrar a mi padre’. Jesús
le respondió: ‘Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos’» (Mateo
8, 18-22).
I. La Sagrada Escritura
nos muestra a Abrahán, nuestro padre en la fe, como un hombre justo en el que
Dios se alegró de una manera muy particular y a quien hizo depositario de las
promesas de redención del género humano. La Epístola a los Hebreos habla con
emoción de este santo Patriarca y de todos los hombres justos del Antiguo
Testamento que murieron sin haber alcanzado las promesas, sino viéndolas y
saludándolas desde lejos, con un gesto lleno de alegría. «Es una comparación
-comenta San Juan Crisóstomo- sacada de los navegantes que, cuando ven de lejos
las ciudades a donde se dirigen, sin haber entrado aún en el puerto, lanzan
saludos emocionados».
Aunque
no llegaron a ser poseedores en esta vida de la redención prometida, ni
participaron de la unión que nosotros podemos tener con el Hijo Unigénito de
Dios, Yahvé los trató como amigos íntimos y confió en ellos plenamente; por su
fe y su fidelidad se olvidó muchas veces de los errores de otros. Muchos
hombres se salvaron porque fueron amigos de estos «amigos de Dios». Cuando Dios
dispuso la destrucción de Sodoma y de Gomorra a causa de sus muchos pecados, se
lo comunicó a Abrahán, y éste se sintió solidario de aquellas gentes.
Entonces
se acercó Abrahán y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el
culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás?, ¿no
perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?, le dice lleno
de confianza. Y Dios le responde: Si encuentro en Sodoma cincuenta justos,
perdonaré a todo el lugar por amor de ellos. Pero no se encontraron estos
cincuenta justos. Y Abrahán hubo de ir bajando la cifra de los hombres santos:
¿Y si hubiera cinco menos, es decir, cuarenta y cinco? Y el Señor le dice: No
la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco hombres justos. Pero tampoco
los había. Y Abrahán seguía intercediendo ante el Señor: ¿Y si sólo hubiese
cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?... Finalmente, se vio que no había ni diez
hombres justos en aquella ciudad.
El
Señor había dicho a la última petición de Abrahán: Si hay diez, tampoco la
destruiré. ¡Por el amor de diez justos, Dios habría perdonado todo el lugar!
¡Tanto es el valor de las almas santas ante los ojos del Señor! ¡Tanto está
dispuesto a realizar por ellas! Con frecuencia se habla en la Sagrada Escritura
de la solidaridad en el mal, en el sentido de que el pecado de unos puede dañar
a toda la comunidad. Pero Abrahán invierte los términos: pide a Dios que, ya
que estima tanto la justicia de los santos, éstos sean la causa de bendiciones
para todos, aunque muchos sean pecadores. Y Dios acepta este planteamiento del
Patriarca.
Nosotros
podemos meditar hoy en la alegría y en el gozo de Dios cuando procuramos serle
fieles. En el valor que pueden tener nuestras obras cuando las hacemos por
Dios, aun las más ocultas, las que parece que nadie ve y que quizá no tendrán
«aparentemente» ninguna trascendencia: Dios da mucho valor a las obras de
quienes luchan por la santidad. Dios se goza en los santos; y por ellos su
misericordia y su perdón se derraman sobre otros hombres que de por sí no lo
merecen. Es un misterio maravilloso, pero real, el que Dios se goza en las
personas que caminan hacia la santidad.
II. Con Jesucristo se
cumplirá lo que había sido anunciado: por la muerte de uno solo podrán salvarse
todos. El misterio de la solidaridad humana alcanza en Cristo una plenitud
insospechada. Nada ha sido ni será jamás, con una distancia infinita, tan
agradable a Dios como el ofrecimiento -el holocausto- que Jesús hizo de su vida
por la salvación de todos, y que culminó en el Calvario: «para que se diese en
la tierra, en un alma humana, un acto de amor de Dios de valor infinito, era
necesario que esa alma humana fuera la de una Persona divina. Tal fue el alma
del Verbo hecho carne: su acto de amor tomaba en la Persona divina del Verbo un
valor infinito para satisfacer y para merecer».
Enseña
Santo Tomás de Aquino que Jesucristo ofreció a Dios más de lo que exigiría la
justa compensación de la ofensa inferida por todo el género humano. Y esto se
cumplió: por la grandeza del amor con que padecía; por la dignidad de la Vida
que entregaba en satisfacción por todos, pues era la vida del Dios Hombre; por
la enormidad del dolor que padeció... «Mayor fue la caridad de Cristo paciente
que la malicia de los que le crucificaron, y por eso pudo Cristo satisfacer más
con su Pasión que ofender los que le crucificaron dándole muerte, hasta tal
punto que la Pasión de Cristo fue suficiente y sobreabundante por los pecados
de los que le crucificaron», y por los de todos los hombres de todos los tiempos,
tanto los personales como el pecado original de todas las almas, «como si un
médico preparara una medicina con la que pueden curarse cualesquiera
enfermedades aun en el futuro».
Jesucristo
ha dado plena satisfacción al amor eterno del Padre. Así lo ha enseñado siempre
la Iglesia. El amor de Cristo muriendo por nosotros en la Cruz agradaba a Dios
más de lo que pueden desagradarle todos los pecados de todos los hombres
juntos. Y en la medida en que vamos identificando nuestra voluntad con la del
Señor, nos apropiamos los méritos de Cristo. ¡Reparamos a Dios haciendo
nuestros el amor y los méritos de su Hijo! Aquí se fundamenta el valor
incomparable que un solo hombre santo tiene para Dios. Aunque son muchos los
pecados que se cometen cada día, ¡hay también muchas almas que, pese a sus
miserias, desean agradar a Dios con todas sus fuerzas! No importa si nuestra
vida no tiene una gran resonancia externa; lo que importa es nuestra decisión
de ser fieles, al convertir los días de la vida en una ofrenda a Dios.
Quien
sabe mirar a su Padre Dios, quien le trata con la confianza y amistad de
Abrahán, no cae en el pesimismo, aunque el empeño constante por servir al Señor
no dé resultados externos de los que uno pueda ufanarse. ¡Qué engaño tan grande
cuando el diablo intenta que el alma se llene de pesimismo ante resultados
aparentemente escasos, y, en cambio, el Señor está contento, a veces muy
contento, por la lucha diaria puesta, por el recomenzar continuo! «"Nam,
et si ambulavero in medio umbrae mortis, non timebo mala" -aunque
anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré temor alguno. Ni mis
miserias, ni las tentaciones del enemigo han de preocuparme, "quoniam tu
mecum es" -porque el Señor está conmigo». Siempre has estado presente en
mi vida, Señor.
III. En atención a los diez
no la destruiré. ¡Habrían bastado diez justos! Las personas santas compensan
con creces todos los crímenes, abusos, envidias, deslealtades, traiciones,
injusticias, egoísmos... de todos los habitantes de una gran ciudad. Por nuestra
unión al sacrificio redentor de Jesucristo, Dios mirará con especial compasión
a familiares, amigos, conocidos... que quizá se extraviaron por ignorancia, por
error, por debilidad, o porque no recibieron las gracias que nosotros hemos
recibido. ¡Cuántas veces tendremos ese amistoso y afable regateo con Jesús,
semejante al que tuvo Abrahán con Yahvé! Mira, Señor -le diremos-, que esta
persona es mejor de lo que manifiesta, que tiene buenos deseos... ¡ayúdala! Y
Jesús, que conoce bien la realidad, la moverá con su gracia en atención a
nuestra amistad con Él.
Dios
acoge las peticiones de los suyos en el mundo con particular atención: las
oraciones de los niños, que rezan con un corazón sin malicia, y las de quienes
se hacen como ellos; las súplicas de los enfermos, a quienes pone más cerca de
su Corazón; las de quienes hemos repetido tantas veces que no tenemos otra
voluntad que la Suya, que queremos servirle en medio de nuestras tareas
normales de todos los días. Sostienen verdaderamente al mundo quienes procuran
estar unidos a Cristo. Y esa unión no se manifiesta ordinariamente en hechos
exteriores llamativos.
«Son
más numerosos sin comparación los acontecimientos cuyo realce social queda por
ahora oculto: es la multitud inmensa de las almas que han pasado su existencia
gastándose en el anonimato de la casa, de la fábrica, de la oficina; que se han
consumido en la sociedad orante del claustro; que se han inmolado en el
martirio cotidiano de la enfermedad. Cuando todo quede manifiesto en la
parusía, entonces aparecerá el papel decisivo que ellas han desempeñado, a
pesar de las apariencias contrarias, en el desarrollo de la historia del mundo.
Y esto será también motivo de alegría para los bienaventurados, que sacarán de
ello tema de alabanza perenne al Dios tres veces Santo».
San
Pablo dice a los primeros cristianos que brillan como luceros en el mundo,
alumbrando a todos con la luz de Cristo. Dios mira desde el Cielo la tierra y
se goza en esas personas que viven una vida corriente, normal, pero que son conscientes
de la dignidad de su vocación cristiana. El Señor se llena de alegría al
contemplar nuestra tarea, casi siempre menuda y sin relieve, si procuramos ser
fieles.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org