LA MISERICORDIA DIVINA
II. La misericordia supone haber cumplido previamente con la justicia, y va
más allá de lo que exige esta virtud.
III. Frutos de la misericordia.
“Viendo la muchedumbre,
subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la
palabra, les enseñaba diciendo:
-Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la
tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque
de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien,
y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi
causa.
-Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos;
pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a
vosotros” (Mateo 5,1-12).
I. San Pablo llama a Dios
Padre de las misericordias, designando su infinita compasión por los hombres, a
quienes ama entrañablemente. Pocas otras verdades están tan insistentemente
repetidas, quizá, como ésta: Dioses infinitamente misericordioso y se compadece
de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más
profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes -para que los
hombres lo aprendamos bien-, la Sagrada Escritura nos enseña que la
misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo, es inmensa,
sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo
o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre.
La
encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina.
Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. Manso y
humilde de corazón, brinda alivio y descanso a todos los atribulados. El
Apóstol Santiago llama al Señor piadoso y compasivo. En la Epístola a los
Hebreos, Cristo es el Pontífice misericordioso; y esta actitud divina hacia el
hombre es siempre el motivo de la acción salvadora de Dios, que no se cansa de
perdonar y de alentar a los hombres hacia su Patria definitiva, superando la
flaquezas, el dolor y las deficiencias de esta vida. «Revelada en Cristo la
verdad acerca de Dios como Padre de la misericordia, nos permite
"verlo" especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre,
cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad».
Por eso, la súplica constante de los leprosos, ciegos, cojos... a Jesús es: ten
misericordia.
La
bondad de Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas
humanas. «Aquel hombre que cayó en manos de los ladrones, que lo desnudaron, lo
golpearon y se fueron dejándolo medio muerto, Él lo reconfortó, vendándole las
heridas, derramando en ellas su aceite y vino, haciéndole montar sobre su
propia cabalgadura y acomodándolo en el mesón para que tuvieran cuidado de él,
dando para ello una cantidad de dinero y prometiendo al mesonero que, a la
vuelta, le pagaría lo que gastase de más». Estos cuidados los ha tenido con
cada hombre en particular. Nos ha recogido malheridos muchas veces, nos ha
puesto bálsamo en las heridas, las ha vendado... y no una, sino incontables
veces. En su misericordia está nuestra salvación; como los enfermos, los ciegos
y los lisiados, también debemos acudir nosotros delante del Sagrario y decirle:
Jesús, ten misericordia de mí... De modo particular, el Señor ejerce su
misericordia a través del sacramento del Perdón. Allí nos limpia los pecados,
nos acoge, nos cura, lava nuestras heridas, nos alivia... Es más, en este
sacramento nos sana plenamente y recibimos nueva vida.
II. Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia, leemos en el Evangelio
de la Misa. Hay una especial urgencia por parte de Dios para que sus hijos
tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la misericordia con
nosotros guardará proporción con la que nosotros ejercitamos: con la medida con
que midiereis seréis medidos. Habrá proporción, no igualdad, pues la bondad de
Dios supera todas nuestras medidas. A un grano de trigo corresponderá un grano
de oro; a nuestro saco de trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que
perdonamos, los diez mil talentos (una fortuna incalculable) que nosotros
debemos a Dios.
Pero
si nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más
difícil y estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al
mismo Dios. «Quien desee alcanzar misericordia en el Cielo debe él practicarla
en este mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de
manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre
después en el futuro. Hay en el Cielo una misericordia, a la cual se llega a
través de la misericordia terrena».
En
ocasiones, se pretende oponer la misericordia a la justicia, como si aquélla
apartara a un lado las exigencias de ésta. Se trata de una visión equivocada,
pues hace injusta a la misericordia, siendo así que es la plenitud de la
justicia. Enseña Santo Tomás que cuando Dios obra con misericordia -y cuando
nosotros le imitamos- hace algo que está por encima de la justicia, pero que
presupone haber vivido antes plenamente esta virtud. De la misma manera que si
uno diera doscientos denarios a un acreedor al que sólo debe cien no obra
contra la justicia, sino que -además de satisfacer lo que es justo- se porta
con liberalidad y misericordia. Esta actitud ante el prójimo es la plenitud de
toda justicia. Es más, sin misericordia se termina por llegar a «un sistema de
opresión de los más débiles por los más fuertes» o a «una arena de lucha
permanente de los unos contra los otros».
Con
la justicia sola no es posible la vida familiar, ni la convivencia en las
empresas, ni en la variada actividad social. Es obvio que, si no se vive la
justicia primero, no se puede ejercitar la misericordia que nos pide el Señor.
Pero después de dar a cada uno lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la
actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar
con prontitud los agravios (en ocasiones imaginarios, o producidos por la
propia falta de humildad), a ayudar en su tarea a quien ese día tiene un poco
más de trabajo o está más cansado, a dar una palabra de aliento a quien tiene
una dificultad o se le ve más preocupado o inquieto (puede ser la enfermedad de
un familiar, un tropiezo en un examen, un quebranto económico...), prestarnos
para realizar esos pequeños servicios que tan necesarios son en toda
convivencia y en todo trabajo en común...
III. Por muy justas que
llegaran a ser las relaciones entre los hombres, siempre será necesario el
ejercicio cotidiano de la misericordia, que enriquece y perfecciona la virtud
de la justicia. La actitud misericordiosa se ha de extender a necesidades muy
diversas: materiales (comida, vestido, salud, empleo...), de orden moral
(facilitar a nuestros amigos el que se confiesen, combatir la gran ignorancia
acerca de las verdades más elementales de la fe enseñando el Catecismo,
colaborando en una tarea de formación...). La misericordia es, como dice su
etimología, una disposición del corazón que lleva a compadecerse, como si
fueran propias, de las miserias que encontramos cada día.
Por
eso, en primer lugar debemos ejercitarnos en la comprensión con los defectos
ajenos, en mantener una actividad positiva, benevolente, que nos dispone a
pensar bien, a disculpar fácilmente fallos y errores, sin dejar de ayudar en la
forma que resulte más oportuna. Actitud que nos lleva a respetar la igualdad
radical entre todos los hombres, pues son hijos de Dios, y las diferencias y
peculiaridades de cada personalidad. La misericordia supone una verdadera
compasión, el compartir efectivamente las desdichas de nuestros hermanos, tanto
materiales como espirituales.
El
Señor hizo de esta bienaventuranza el camino recto para alcanzar la felicidad
en esta vida y en la otra. «Es como un hilillo de agua fresca que brota de la
misericordia de Dios y que nos hace participar de su misma felicidad. Nos
enseña, mucho mejor que los libros, que la verdadera felicidad no consiste en
tomar y poseer, en juzgar y tener razón, en imponer la justicia a nuestro modo,
sino más bien en dejarnos tomar y asir por Dios, en someternos a juicio y a su
justicia generosa, en aprender de Él la práctica cotidiana de la misericordia».
Entonces comprendemos que hay más gozo en dar que en recibir. Un corazón
compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz. Así alcanzamos también
esa misericordia que tanto necesitamos; y se lo deberemos a aquellos que nos
han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por el Señor. San
Agustín nos dice que la misericordia es el lustre del alma, la enriquece y la
hace aparecer buena y hermosa.
Al
terminar este rato de oración, acudimos a nuestra Madre Santa María, pues Ella
«es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su
precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la
misericordia».
Aunque
ya tengamos abundantes pruebas de su amor maternal por cada uno de nosotros,
podemos decirle a la Santísima Virgen: Monstra te esse matrem!, muestra que
eres madre, y ayúdanos a mostrarnos como buenos hijos tuyos y hermanos de todos
los hombres.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org