MOTIVOS PARA LA PENITENCIA
II. Invitación de la Iglesia a la penitencia. Su
influencia en la oración. Sentido penitencial de los viernes.
III. Algunos campos de la mortificación.
Condiciones.
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Si no
sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los
cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será
procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano, será
procesado. Y si uno llama a su hermano "imbécil", tendrá que
comparecer ante el sanedrín, y si lo llama "renegado", merece la
condena del fuego.
Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí
mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el
altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a
presentar tu ofrenda. Procura arreglarte con el que te pone pleito en seguida,
mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al
alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí” (Mateo
5,20-26).
I. Convocó Jesús a la
muchedumbre y a sus discípulos, y les dijo: Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la
salvará.
El
Señor ya había enseñado que para ser su discípulo era necesario desasirse de
los bienes materiales; aquí pide un desprendimiento más profundo: la renuncia a
lo que se es, al propio yo, a lo más íntimo de la persona. Pero en el discípulo
de Cristo cada entrega lleva consigo una afirmación: dejar de vivir para mí
mismo, a fin de que Cristo viva en mí. La «vida en Cristo», por cuyo amor todo
lo sacrifiqué..., escribe San Pablo a los cristianos de Filipo, es una
verdadera realidad de la gracia.
La
existencia cristiana es toda ella una afirmación: de vida, de amor, de amistad.
Yo he venido -nos dice Jesús- para que tengan vida y la tengan en abundancia.
Nos ofrece la filiación divina, la participación en la vida íntima de la
Trinidad Beatísima. Y lo que estorba a esta admirable promesa es el apegamiento
a nuestro yo, a la comodidad, al bienestar, al propio éxito... Por eso es necesaria
la mortificación, que no es algo negativo, sino desprendimiento de sí para
permitir que Jesús esté en nosotros. De ahí la paradoja: «para Vivir hay que
morir»: morir a sí mismo para tener vida sobrenatural. Si vivís según la carne,
moriréis; si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis.
Si
alguno quiere venir en pos de mí... Para responder a la invitación de Jesús,
que pasa a nuestro lado, necesitamos caminar paso a paso, progresar de
continuo. Es preciso «morir cada día un poco», negarse: negar al hombre viejo,
que llevamos dentro de nosotros, aquellas obras que nos separan de Dios o
dificultan crecer en su amistad. Para caminar hacia la santidad a la que el
Señor nos ha llamado es necesario someter las inclinaciones desordenadas, las
pasiones, pues después del pecado original y de los pecados personales ya no
están debidamente sujetas a la voluntad.
Para
progresar en pos de Cristo debemos ser dueños de nosotros mismos y orientar
nuestros pasos en una determinada dirección: «somos como un hombre que lleva un
asno; o conduce al asno o el asno le conduce a él. O gobernamos las pasiones o
ellas nos gobernarán». Cuando no hay mortificación, «parece como si el
"espíritu" se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un
puntito... Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar. -Para ti
escribió San Pablo: "castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que,
habiendo predicado a otros, venga yo a ser reprobado"».
El
mismo San Pablo nos señala otro motivo de penitencia: Ahora me gozo en mis
padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de
Cristo en beneficio de su cuerpo que es la Iglesia. ¿Es que la Pasión de Cristo
no fue suficiente por sí sola para salvarnos? -se pregunta San Alfonso Mª de
Ligorio-. Nada faltó, sin duda, de su valor y fue plenamente suficiente para
salvar a todos los hombres. Con todo, para que los méritos de la Pasión se nos
apliquen, debemos cooperar por nuestra parte, llevando con paciencia los
trabajos y tribulaciones que Dios nos mande, para asemejarnos a Jesús.
Nosotros
somos los primeros que nos beneficiamos de esta participación en los
sufrimientos de Cristo cuando le seguimos con una mortificación generosa;
además, la eficacia sobrenatural de la penitencia alcanza a la propia familia,
de modo particular a los más necesitados, a los amigos, a los colegas, a esas
personas que queremos acercar al Señor, a toda la Iglesia y al mundo entero.
II. «La Iglesia -al paso
que reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia
(valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y
de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)-
invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio
voluntario de obras externas de penitencia».
El
dolor, la enfermedad, cualquier tipo de sufrimiento físico o moral, ofrecido a
Dios con espíritu penitente, en lugar de ser algo inútil y dañino adquiere un
sentido redentor «para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto,
no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio
insustituible. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la
historia de la humanidad la fuerza de la Redención».
La
Iglesia nos recuerda frecuentemente la necesidad de la mortificación. Si alguno
quiere venir en pos de mí... De modo particular ha querido que un día a la
semana, el viernes, consideremos la necesidad y los frutos del negarse a uno
mismo y que nos propongamos alguna mortificación especial: la abstinencia de la
carne, o bien algo costoso (trabajo mejor realizado, hacer la vida más grata a
aquellos con quienes convivimos...) o una práctica piadosa (lectura espiritual,
el Santo Rosario, la Visita al Santísimo, el ejercicio piadoso del Vía
Crucis...) o alguna obra de misericordia (hacer compañía a un enfermo, dedicar
tiempo a alguien que está necesitado, limosna...).
Pero
no debemos contentarnos sólo con esta muestra de penitencia semanal, que es
recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor, de lo que sufrió por nosotros y del
valor del sacrificio; diariamente espera el Señor que sepamos negarnos en
pequeñas cosas, que vivificarán el alma y harán fecundo el apostolado.
III. En primer lugar,
debemos tener presentes las llamadas mortificaciones pasivas: ofrecer con amor
aquello que nos llega sin esperarlo o que no depende de nuestra voluntad
(calor, frío, dolor, ser pacientes antes una espera que se prolonga más allá de
lo previsto, una contestación brusca que nos desconcierta...). Junto a las
mortificaciones pasivas, aquellas que tienden a facilitar la convivencia (poner
empeño en ser puntuales, escuchar con interés verdadero, hablar cuando se hace
sentir un silencio incómodo, ser afables siempre venciendo los estados de
ánimo, vivir con delicadeza las normas habituales de cortesía: dar las gracias,
pedir disculpas cuando sin querer hemos podido molestar a alguien...) y el
trabajo (intensidad, orden, acabar con perfección la tarea, ayudar y facilitar
la tarea a otros...)
Mortificación
de la inteligencia (evitar actitudes críticas que faltan a la caridad,
mortificación de la curiosidad, no juzgar con precipitación) y de la voluntad
(luchar con empeño contra el amor desordenado de sí mismo, evitar que las
conversaciones se centren en nosotros, en lo que hemos hecho, en nuestras
cosas, en lo que personalmente nos interesa...). Mortificación activa de los
sentidos (de la vista, del gusto, viviendo la sobriedad y ofreciendo un pequeño
sacrificio que nos cueste en las comidas...). Mortificación de la sensibilidad,
de la tendencia a «pasarlo bien» como primer objetivo de la vida...
Mortificación interior (pensamientos inútiles que retardan el camino de la
santidad..., de modo muy particular cuando estos pensamientos se presentan en
la oración, en la Santa Misa, en el trabajo).
Examinemos
en la presencia de Dios si de verdad podemos decir con alegría que llevamos una
vida mortificada. Si cada día dominamos el cuerpo, si hemos ofrecido al Señor,
con afán redentor, el dolor y la contrariedad que, de algún modo, siempre están
presentes en todo camino. Si de verdad estamos decididos a perder la vida -paso
a paso, poco a poco- por amor de Cristo y del Evangelio.
Nuestra
mortificación y penitencia en medio del mundo tiene una serie de cualidades. En
primer lugar, ha de ser alegre. «A veces ‑comentaba aquel enfermo consumido de
celo por las almas- protesta un poco el cuerpo, se queja. Pero trato también de
transformar "esos quejidos" en sonrisas, porque resultan muy
eficaces». Muchas sonrisas y gestos amables deben nacer -si somos mortificados-
en medio del dolor y de la enfermedad.
Continua,
que facilite la presencia de Dios allí donde nos encontremos, que ayude a
realizar un trabajo más intenso y acabado, y nos lleve a mantener unas
relaciones sociales más amables, donde el espíritu apostólico esté siempre
presente.
Discreta,
amable, llena de naturalidad, que se note por sus efectos en la vida ordinaria,
con sencillez, más que por unas manifestaciones poco normales en un fiel
corriente.
Por
último, la mortificación ha de ser humilde y llena de amor, porque nos mueve la
contemplación de Cristo en la Cruz, a quien deseamos unirnos con todo nuestro
ser; nada queremos si no nos lleva a Él.
En
la mortificación, como en el Calvario, encontramos a María: pongamos en sus
manos los propósitos concretos de este rato de oración; pidámosle que nos
enseñe a comprender en toda su hondura la necesidad de una vida mortificada.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org