EL PRIMER MANDAMIENTO
II. Razones para amar a Dios. Algunas faltas y
pecados contra el primer mandamiento.
III. El primer mandamiento abarca todos los aspectos
de nuestra vida. Manifestaciones del amor a Dios.
“En aquel tiempo, se
llegó uno de los escribas y le preguntó: «¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: ‘Escucha, Israel: El Señor,
nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es:
‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que
éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y
que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la
inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a si mismo vale
más que todos los holocaustos y sacrificios».
Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas” (Mc 12,28-34).
Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas” (Mc 12,28-34).
I. El Evangelio de la Misa
narra la pregunta de un escriba, quien, lleno de buena voluntad, quiere saber
cuál de los preceptos de la ley es el esencial, el más importante. Jesús
ratifica lo que ya había expresado con claridad la Antigua Ley: Escucha,
Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El escriba se
identifica plenamente con la enseñanza de Jesús, y a continuación repite
despacio las palabras que acaba de oír. El Señor tiene para él una palabra
cariñosa que incita a la definitiva conversión: No estás lejos del Reino de
Dios.
Este
mandamiento, en el que se resumen toda la Ley y los Profetas, comienza por la
afirmación de la existencia de un único Dios, y así ha sido recogido en el
Credo: credo in unum Deum. Es una verdad conocida por la luz natural de la
razón, y el pueblo elegido sabía bien que todos los dioses paganos eran falsos;
y, sin embargo, los ídolos fueron para ellos una tentación constante, y una
causa frecuente de su alejamiento del Dios verdadero, el que les sacó de la
tierra de Egipto.
Los
Profetas se sentirán impulsados a recordarles la falsedad de aquellas deidades
que conocían al ponerse en contacto con naciones cuyo poder y cultura, muy
superior a la de ellos, les atraía y deslumbraba. Se trataba de pueblos más
ricos, materialmente más avanzados, pero sumidos en la oscuridad de la
superstición, de la ignorancia y del error. Con frecuencia, el pueblo elegido
no supo apreciar la riqueza incomparable de la revelación, el tesoro de la fe.
Dejaron la única Fuente de las aguas vivas para ir a cisternas rotas y
agrietadas que ni tenían agua, ni capacidad para retenerla.
Los
antiguos paganos, hombres civilizados para la época en que vivieron, se
inventaron ídolos a los que adoraban de formas diversas. Muchos hombres
civilizados de nuestros días, nuevos paganos, levantan ídolos mejor construidos
y más refinados: parece producirse en nuestros días una verdadera adoración e
idolatría por todo aquello que se presenta bajo capa de «progreso» o que
proporciona más bienestar material, más placer, más comodidad..., con un olvido
prácticamente completo de su ser espiritual y de su salvación eterna. Son
actuales aquellas palabras de San Pablo en la Carta a los Filipenses: su Dios
es el vientre, y su gloria la propia vergüenza, pues ponen el corazón en las cosas
terrenas. Es la idolatría moderna, a la que se ven tentados también muchos
cristianos, olvidando el inmenso tesoro de su fe, la riqueza del amor a Dios.
El
primer mandamiento del Decálogo se lesiona cuando se prefieren otras cosas a
Dios, aunque sean buenas, pues entonces se las está amando desordenadamente. En
estos casos, el hombre pervierte la ordenación de las criaturas, usando de
ellas para un fin opuesto o distinto de aquel para el que fueron creadas. Al
romper el orden divino que el Decálogo nos señala, el hombre ya no encuentra a
Dios en la creación; fabrica entonces su propio dios, detrás del cual
radicalmente se esconde en su propio egoísmo y soberbia. Más aún, el hombre
intenta neciamente colocarse en lugar de Dios, erigirse a sí mismo como fuente
de lo que está bien y de lo que está mal, cayendo en la tentación que el
demonio puso a nuestros primeros padres: seréis como dioses si no obedecéis los
mandatos de Dios.
De
aquí la necesidad -porque la tentación es real para cada hombre, para cada mujer-
de preguntarnos muchas veces, y lo hacemos hoy en nuestra oración, si
verdaderamente Dios es lo primero en nuestra vida, lo más importante, el Sumo
Bien, que orienta nuestra conducta y nuestras decisiones. Y esto lo veremos
mejor si examinamos el interés que ponemos en conocerle cada vez mejor, pues
nadie ama lo que no conoce; si respetamos el tiempo que destinamos a nuestra
formación doctrinal religiosa...; si vivimos un desprendimiento efectivo de los
bienes que poseemos o usamos para que nunca se conviertan en el bien primero...
Amarás al Señor tu Dios... y a Él sólo adorarás: el empeño en seguir el camino
que Él quiere para nosotros -la vocación personal de cada uno- es el modo
concreto de vivir ese amor y esa adoración.
II. Son muchas y muy poderosas
las razones que nos mueven a amar a Dios: porque Él nos sacó de la nada y Él
mismo nos gobierna, nos facilita las cosas necesarias para la vida y el
sustento... Además, esta deuda que tenemos con Él por el mero hecho de existir,
se vio aumentada al elevarnos al orden de la gracia y al redimirnos del poder
del pecado por la Muerte y Pasión de su Hijo Unigénito y los incontables
beneficios y dones que constantemente recibimos de Él: la dignidad de ser hijos
suyos y templos del Espíritu Santo... Sería una tremenda ingratitud, si no le
agradeciéramos lo que nos ha dado. Más aún -señala Santo Tomás-, sería como si
nos fabricáramos otro Dios, como cuando los hijos de Israel, saliendo de
Egipto, se hicieron un ídolo.
El
verdadero amor -el humano, y de modo eminente el amor a Dios-ennoblece y
enriquece siempre al hombre, le hace parecerse un poco más a su Creador.
La
historia personal de cada hombre pone de manifiesto cómo la dignidad y la
felicidad, incluso humana, se logran en el camino del amor a Dios, nunca fuera
de él; y cuando la razón última de una vida se cifra en cualquier otro motivo
se está expuesto a caer bajo el dominio de las propias pasiones. Se ha dicho
con verdad que «el camino del infierno es ya un infierno»; se cumplen aquellas
palabras del Profeta Jeremías a quienes se sentían deslumbrados por los ídolos
de las naciones vecinas: los dioses ajenos -decía el Profeta- no os concederán
descanso.
Dejar
de amar a Dios es entrar por una senda en la que una cesión llama a otra, pues
quien ofende al Señor «no se detiene en un pecado, sino, por el contrario, es
empujado a consentir en otros: quien comete pecado esclavo es del pecado (Jn 8,
34). Por eso no es nada fácil salir de él, como decía San Gregorio: "el
pecado que no se extirpa por la penitencia, por su mismo peso arrastra a otros
pecados"». El amor a Dios lleva a detestar el pecado, a alejarse ‑con el
auxilio de su gracia, con la lucha ascética- de cualquier ocasión en la que
pueda haber ofensa a Dios, a hacer penitencia por las faltas y pecados de la
vida pasada.
Debemos
hacer con frecuencia actos positivos de amor y de adoración al Señor: llenando
de contenido cada genuflexión -signo de adoración-ante el Sagrario, o quizá
repitiendo las palabras Adoro te devote, o las que decimos al recitar el Gloria
en la Santa Misa: Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te
damos gracias.
Se
falta al amor de Dios cuando no se le da el culto debido, cuando no se ora o se
ora mal, en las dudas voluntarias contra la fe, en la lectura de libros, periódicos
o revistas que atentan a la fe o a la moral, al dar crédito a supersticiones o
a doctrinas -aunque se presenten como científicas- que se oponen a la fe, ambas
fruto de la ignorancia; al exponerse -o exponer a los hijos, a aquellas
personas que tenemos a nuestro cuidado- a influencias dañinas para la fe o la
moral; al desconfiar de Dios, de su poder o de su bondad... «Y éste es el
índice para que el alma pueda conocer con claridad si ama a Dios o no, con amor
puro. Si le ama, su corazón no se centrará en sí misma, ni estará atenta a
conseguir sus gustos y conveniencias. Se dedicará a buscar la honra y gloria de
Dios y a darle gusto a Él. Cuanto más tiene corazón para sí misma menos lo
tiene para Dios». Nosotros queremos tener puesto el corazón en el Señor y en
las personas y en las tareas que realizamos por Él y con Él.
III. El amor a Dios no sólo
se expresa dando a Dios el culto que le es debido, de modo particular en la
Santa Misa, sino que debe abarcar todos los aspectos de la vida del hombre, y
tiene muchas manifestaciones. Amamos a Dios a través de nuestro trabajo bien
hecho, del cumplimiento fiel de nuestros deberes en la familia, en la empresa,
en la sociedad; con nuestra mente, con el corazón..., con el porte exterior,
propio de un hijo de Dios... Este mandamiento exige en primer lugar la
adoración, dar gloria a Dios, que no es una actividad más entre otras diversas,
sino la finalidad última de todas nuestras acciones, incluso de lo que puede
parecer más vulgar: ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo
todo para la gloria de Dios. Esta actitud fundamental de adoración exige en la
práctica hacerlo todo, al menos desear hacerlo, para agradar a Dios: es decir,
actuar con rectitud de intención.
El
amor a Dios, y el verdadero amor al prójimo, se alimenta en la oración y en los
sacramentos, en la lucha constante por superar nuestros defectos, en el empeño
por mantenernos en Su presencia a lo largo del día. De modo particular, la
Sagrada Eucaristía debe ser la fuente donde se alimente continuamente nuestro
amor al Señor. Así podremos decir, con las palabras del Adoro te devote: tibi
se cor meum totum subiicit: Te adoro, Señor..., a Ti se somete mi corazón por
completo.
Pensemos
en qué tenemos puesto el corazón a lo largo del día. Veamos en nuestra oración
si tenemos «industrias humanas» para acordarnos mucho del Señor en nuestras
jornadas y así amarle y adorarle.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org