El 12 de octubre de 2008, el Santo Padre Benedicto XVI la inscribe en el Catálogo de los Santos
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Era la cuarta hija
de Enrico y de Caterina Bütler, modestos campesinos y cristianos ejemplares,
que educaron los ocho hijos nacidos de su matrimonio en el amor a Dios y al
prójimo.
Dotada
de una excelente salud, Verena creció alegre, inteligente, generosa y amante de
la naturaleza. A los siete años comenzó a frecuentar la escuela. El fervor y el
empeño con el que, el 16 de abril de 1860, se acercó a la Primera Comunión
permanecieron constantes en ella a lo largo de toda su vida. La devoción a la
Eucaristía formará, efectivamente, el fundamento de su espiritualidad.
A
la edad de 14 años, terminados los estudios elementales, Verena se dedicó al
trabajo agrícola, experimentando también el afecto por un digno joven del cual
se enamoró. Sintiendo la llamada de Dios supo desprenderse de este compromiso
para entregarse completamente a su Señor. En este período de su vida se le
concedió la gracia de gozar sensiblemente de la presencia de Dios, sintiéndolo
muy cercano.
Ella
misma afirma: «Explicar este estado del alma a quien no ha experimentado jamás
algo semejante, es extremadamente difícil, si no es que imposible». Y además:
«El Espíritu Santo me enseñó a adorar, alabar, bendecir y dar gracias a Jesús
en el tabernáculo, en todo momento, en medio de las labores y en la realidad
cotidiana de la vida».
Atraída
del amor de Dios, a los 18 años entró como postulante en un convento de la
región. Comprobado que no era aquél el lugar donde el Señor la llamaba, Verena
regresó pronto al seno familiar. El trabajo, la oración, el apostolado en la
parroquia, mantuvieron vivo en ella el deseo de la vida consagrada. El 12 de
noviembre de 1867, por sugerencia de su párroco, Verena entró en el Monasterio
franciscano de María Auxiliadora en Altstätten. El 4 de mayo de 1868 vistió el
hábito franciscano, tomando el nombre de Sor María Bernarda del Sagrado Corazón
de María, y, el 4 de octubre de 1869 emitió la Profesión religiosa, con el
firme propósito de servir al Señor hasta la muerte, en la vida contemplativa.
Pronto
fue electa Maestra de novicias y por tres veces Superiora de la Comunidad, desempeñando
este servicio fraterno por nueve años consecutivos. Su celo y su amor por el
Reino de Dios la habían preparado para iniciar una nueva experiencia misionera.
Por tanto, acogió de buen grado la invitación de Mons. Pietro Schumacher,
obispo de Puertoviejo, en Ecuador, quien le pidió venir a su diócesis,
planteándole la precaria situación de su gente. María Bernarda reconoció en esa
invitación la clara voluntad de Dios que la llamaba a ser anunciadora del
Evangelio en aquella tierra lejana.
Superadas
las iniciales resistencias del obispo de San Gallo y después de haber obtenido
un regular indulto pontificio, el 19 de junio de 1888 Sor María Bernarda y seis
Compañeras dejaron el monasterio de Altstätten y partieron para el Ecuador.
Solamente la luz de la fe y el celo por el anuncio del Evangelio sostuvieron a
la Beata y a sus Compañeras en la difícil separación del amado monasterio y de
las Hermanas. En su interior María Bernarda pensaba en el tener que dar vida a
una fundación misionera dependiente del monasterio suizo. A su vez, el Señor la
hacía fundadora de una nueva Congregación religiosa, la de las Hermanas
Franciscanas Misioneras de María Auxiliadora.
Recibidas
paternalmente por el Obispo, éste encomendó a María Bernarda la Comunidad de
Chone que presentaba un espectáculo desolador, por la falta casi absoluta de
sacerdotes, la escasa práctica religiosa y por la difundida inmoralidad. María
Bernarda se hizo «toda para todos», poniendo como fundamento de su acción
misionera la oración, la pobreza, la fidelidad a la Iglesia y el ejercicio
constante de las obras de misericordia. Junto con sus hijas, comenzó un intenso
apostolado entre las familias, profundizando en el conocimiento de la lengua y
de la cultura del pueblo. No tardaron en madurar los primeros frutos.
La
vida cristiana de aquella población volvió a florecer como por encanto. También
la nueva Congregación franciscana creció en número y se fundaron las dos Casa
filiales de Santa Ana y de Canoa. Pero, también, pronto la obra misionera de la
Madre Bernarda fue marcada por el misterio de la Cruz. Fueron muchos los
sufrimientos a los que ella y sus hijas se vieron sometidas: la pobreza
absoluta, el clima tórrido, incertidumbres y dificultades de todo tipo, riesgos
para la salud y la misma seguridad de vida, incomprensiones de parte de la
autoridad eclesiástica y, la separación de algunas Hermanas de la Comunidad,
constituidas después en una Congregación autónoma (las Franciscanas de la
Inmaculada: Beata Caridad Brader). María Bernarda soportó todo con heroica
entereza, en silencio, sin defenderse y sin alimentar resentimientos en la
confrontación con alguno, perdonando de corazón y orando por aquellos que la
hacían sufrir.
Como
si no fueran suficientes todas estas pruebas, en 1895, una violenta persecución
por parte de fuerzas hostiles a la Iglesia obligó a Sor María Bernarda y sus
Hermanas a escapar del Ecuador. Sin saber a dónde ir, con 14 Hermanas se
dirigió a Bahía, de donde prosiguió para Colombia. El grupo estaba aún
buscando, cuando recibió la invitación de Mons. Eugenio Biffi para trabajar en
su diócesis de Cartagena.
Y, así, el 2 de agosto de 1895, fiesta de la
Porciúncula de Asís, la Fundadora y sus Hermanas exiliadas del Ecuador,
arribaron a Cartagena, recibidas paternalmente por el Obispo. Encontraron
alojamiento en un ala del hospital femenino, llamado comúnmente «Obra Pía». El
Señor las había conducido a aquel asilo, donde la Madre Bernarda permanecerá
hasta el término de su vida. Después de la casa de Cartagena, se llevaron a
cabo otras fundaciones no sólo en Colombia sino en Austria y en Brasil.
Con
un amor compasivo, de auténtica franciscana, estaba encargada de socorrer las
necesidades espirituales de los pobres que ella consideró siempre sus
predilectos. Decía a las Hermanas: «Abran sus casas para ayudar a los pobres y
a los marginados. Prefieran el cuidado de los indigentes a cualquier otra
actividad».
La
Madre guió su Congregación por espacio de treinta años. También después de
haber renunciado al oficio de Superiora General, continuó animando, con
sentimientos de verdadera humildad, a sus queridas Hermanas, sobre todo con el
ejemplo de su vida, sus palabras y sus escritos.
Presa
de punzantes dolores hipogástricos, el 19 de mayo de 1924, en la «Obra Pía» de
Cartagena, llorada por sus Hijas, amada y venerada de todos como auténtica
santa, María Bernarda se durmió serenamente en el Señor. Contaba con 76 años de
edad, 56 de vida consagrada y 38 de misionera. La noticia de su muerte se
difundió rápidamente. El párroco de la catedral de Cartagena anunció el
tránsito diciendo a sus fieles: « ¡Esta mañana, en esta ciudad, ha muerto una
Santa: la reverenda Madre Bernarda!» Su tumba fue pronto meta de
peregrinaciones y lugar de oración.
El
celo apostólico y el ardor de la caridad de la Madre María Bernarda reviven hoy
en la Iglesia, particularmente a través de la Congregación fundada por ella y
actualmente presente en varios.
Países
de tres Continentes. La Beata puede ser señalada como auténtico modelo de
«inculturación» de la que la Iglesia ha subrayado la urgencia para un eficaz
anuncio del Evangelio (cfr. Redemptoris missio, n. 52). Ella encarnó
perfectamente en su vida el lema programático: «Mi guía, mi estrella, es el
Evangelio».
Durante
su vida, encontró apoyo y consuelo solamente en Dios. Cuando abandonó su
patria, a donde no habría de regresar jamás, y cuando dejó su querido
monasterio de Altstätten y durante su incansable actividad apostólica, ella
siempre estuvo sostenida por una sólida espiritualidad, de la oración
incesante, la caridad heroica hacia Dios y hacia el prójimo, de una fe fuerte
como la roca, una confianza ilimitada en la Providencia de Dios, una fuerza y
humildad evangélica y de una fidelidad radical a los compromisos de su vida
consagrada.
De
la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad, de la Eucaristía y de
la Pasión del Señor, obtuvo el don de aquella misericordia que practicó con
todos y que dejó como particular carisma a su Congregación. Devotísima de la
Virgen Madre del Señor, quiso que su Congregación tuviese a la Auxiliadora como
Madre, Protectora y Modelo de vida en el seguimiento de Cristo y en su
actividad misionera. Como franciscana, cultivó la misma veneración que San
Francisco de Asís alimentó por la «Santa Madre Iglesia» por sus pastores y
sacerdotes, que ella llamaba « los ungidos del Señor».
La
Beata permanece como un admirable ejemplo de mujer bíblica: fuerte, prudente,
mística, maestra espiritual, insignia misionera. Ella ha dejado a la Iglesia un
testimonio maravilloso de entrega a la causa del Evangelio, enseñando a todos,
sobre todo hoy, que es posible unir la contemplación a la acción, vida con Dios
y servicio a los hermanos, llevando a Dios a los hombres y a los hombres a
Dios.
El
29 de octubre de 1995, el Siervo de Dios Papa Juan Pablo II le confirió el
título y los honores de los Beatos. El 12 de octubre de 2008, el Santo Padre
Benedicto XVI la inscribe en el Catálogo de los Santos.
Fuente: ACI