EL DON DE CIENCIA
II. El don de ciencia y la
santificación de las realidades temporales.
III. El verdadero valor y
sentido de este mundo. Desprendimiento y humildad necesarios para disponernos a
recibir este don.
En aquel tiempo, Jesús
dijo a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os
lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y
recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado.
Os he dicho todo esto en parábolas.
Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda
claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os
digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque
me queréis a mí y creéis que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo.
Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,23-28).
I. «Las criaturas son como
un rastro del paso de Dios. Por esta huella se rastreará su grandeza, poder y
sabiduría y todos sus atributos». Son como un espejo en el que se refleja el
esplendor de su belleza, de su bondad, de su poder...: los cielos pregonan la
gloria de Dios y le anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos.
Sin embargo, en muchas ocasiones, a causa del pecado original y de los pecados personales, los hombres no saben interpretar esa huella de Dios en el mundo, no alcanzan a conocer al que es la fuente de todos los bienes: por la consideración de las obras no supieron descubrir a su divino Artífice. Seducidos por la hermosura de las cosas creadas, las tuvieron por dioses. Que aprendan a conocer ‑sigue diciendo la Sagrada Escritura- cuánto mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas.
El don de ciencia facilita al hombre comprender las cosas creadas como señales que llevan a Dios, y lo que significa la elevación al orden sobrenatural. El Espíritu Santo, a través del mundo de la naturaleza y del de la gracia, nos hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios. «Es un don contemplativo cuya mirada penetra, como la del don de inteligencia y del de sabiduría, en el misterio mismo de Dios».
Mediante este don, el cristiano percibe y entiende con toda claridad «que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena». Es una sobrenatural disposición por la que el alma participa de la misma ciencia de Dios, descubre las relaciones que existen entre todo lo creado y su Creador y en qué medida y sentido sirven al fin último del hombre.
Manifestación del don de ciencia es el Canto de los tres jóvenes, recogido en el Libro de Daniel, que muchos cristianos rezan en la acción de gracias después de la Santa Misa. Se pide a todas las cosas creadas que bendigan y den gloria al Creador: Benedicite, omnia opera Domini, Domino... Obras todas del Señor, bendecid al Señor; y alabadle y ensalzadle por todos los siglos. Angeles del Señor, bendecid al Señor. Cielos... Aguas todas que estáis sobre los cielos... Sol y luna... Estrellas del cielo... Lluvia y rocío... Vientos todos... Frío y calor... Rocíos y escarchas... Noches y días... Luz y tinieblas... Montes y collados... Plantas todas... Fuentes... Mares y ríos... Ballenas y peces... Aves... Bestias y ganados... Sacerdotes del Señor... Espíritus y almas de los justos... Santos y humildes de corazón... Cantadle y dadle gracias porque es eterna su misericordia.
Este canto admirable de toda la creación, de lo animado y de lo que carece de vida, da gloria a su Creador. Es «una de las más puras y ardientes expresiones del don de ciencia: que los cielos y toda la creación canten la gloria de Dios». En muchas ocasiones también nos ayudará a nosotros a dar gracias al Señor después de participar en la obra que más gloria da a Dios: la Santa Misa.
II. Mediante el don de
ciencia, el cristiano dócil al Espíritu Santo sabe discernir con perfecta
claridad lo que le lleva a Dios y lo que le separa de Él. Y esto en las artes,
en el ambiente, en las modas, en las ideologías... Verdaderamente puede decir:
El Señor conduce al justo por caminos rectos y le comunica la ciencia de los
santos. El Paráclito advierte también cuándo las cosas buenas y rectas en sí
mismas pueden convertirse en malas para el hombre porque le separan de su fin
sobrenatural: por un deseo desordenado de posesión, por apegamiento del corazón
a estos bienes materiales de tal manera que no lo dejan libre para Dios,
etcétera.
El cristiano que se ha de santificar en medio del mundo tiene una particular necesidad de este don para ordenar a Dios las actividades temporales, convirtiéndolas en medio de santidad y apostolado. Mediante el don de ciencia, la madre de familia comprende más profundamente cómo su quehacer doméstico es camino que le lleva a Dios si lo hace con rectitud de intención y deseos de agradar a Dios, de la misma manera que el estudiante entiende que su estudio es el medio ordinario que posee para amar a Dios, hacer apostolado y servir a la sociedad; para el arquitecto son sus planos y proyectos; para la enfermera, el cuidado de los enfermos, etcétera.
Se
comprende entonces por qué debemos amar el mundo y las realidades temporales, y
cómo «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que
toca a cada uno de vosotros descubrir». Así -siguen siendo palabras de Mons.
Escrivá de Balaguer- «cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de
Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación
cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día». Ese verso
heroico para Dios lo componemos los hombres con las menudencias de la tarea
diaria, de los problemas y alegrías que encontramos a nuestro paso.
Amamos las cosas de la tierra, pero las valoramos según su justo valor, el que tienen para Dios. Así daremos una importancia capital a ser templos del Espíritu Santo, porque «si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente». Por encima de los bienes materiales, y de la misma vida, consideramos la fe como el tesoro más grande que hemos recibido, y estaríamos dispuestos a dejarlo todo antes de perderla. Con la luz de este don conocemos, por ejemplo, el valor de la oración y de la mortificación y la influencia decisiva que tienen en nuestra vida, lo que nos empujará a no abandonarlas en ninguna circunstancia.
III. A la luz del don de
ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si no es camino
para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la escasa
felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha prometido a
quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza cara al Señor...
Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo primero, el alma
siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta ocasión perdida, y
nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado siendo más fiel al
Señor.
Todo lo de este mundo -al que amamos y en el que debemos santificarnos- aparece a la luz de este don con el sello de la caducidad, mientras que señala con toda nitidez el fin sobrenatural del hombre, al que debemos subordinar todas las realidades terrenas.
Esta visión del mundo, de los acontecimientos y de las personas desde la fe, puede quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San Juan llama la concupiscencia de los ojos. Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes verdaderos, los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el deseo, cada vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique mortificación y sacrificio.
La visión puramente humana de la realidad acaba por desembocar en la ignorancia de las verdades de Dios, o bien éstas aparecen como algo teórico, sin sentido práctico para la vida corriente, sin capacidad para informar la existencia normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así se explica esa gran ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones, se trata de verdadera incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque se han vuelto completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y se han cerrado a los verdaderos.
Para disponernos a recibir este don necesitamos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los bienes materiales y a ser más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero valor de las cosas. Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de Dios, que ayuda a ver al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el propósito decidido de considerar en la oración los sucesos que van decidiendo nuestra vida y las mismas realidades de todos los días: la familia, los compañeros que están codo a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos preocupa... La oración siempre es un faro poderoso que ilumina la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.
Para obtener este don, para hacernos capaces de poseerlo en mayor plenitud, acudimos a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza.
«Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org