¿Qué
sentido tiene para nuestra vida? ¿Cómo hemos de interpretarlo?
Dominio público |
¡Dios ha muerto, nosotros lo matamos!
La conocida expresión de
Nietzsche expresa el contenido del sábado santo y nos recuerda la inaudita
experiencia del silencio de Dios, de su ausencia. ¡Dios ha muerto! Y ésta es la
experiencia cotidiana de muchos que en medio del sufrimiento y el dolor sin
sentido, gritan a un dios que no responde.
Jesús abandonado en la cruz reveló
donde estaba Dios en medio de esa pavorosa soledad: ¡ahí mismo! ¿Dónde estaba
Dios? Dios era el que estaba siendo aplastado por el dolor, abandonado,
rechazado, haciendo suya la soledad más radical: la muerte. Pero ¿qué sentido
tiene para nosotros que Jesucristo haya muerto?
La muerte como soledad y abandono
El Card. Ratzinger (Benedicto
XVI) en su obra “Introducción al cristianismo” (1968), sintetiza de modo
brillante la relación entre esta verdad que confesamos y nuestra propia vida.
Comienza describiendo nuestra situación existencial ante la muerte, porque
nadie sabe realmente qué es la muerte, porque no la hemos experimentado.
Pero el miedo a la muerte expresa el miedo a
una soledad radical, porque si muero nadie me puede acompañar y tampoco sé si
volveré a escuchar alguna voz del otro lado, sino estaré profunda y
radicalmente solo. No sé si voy a la nada o a dónde voy.
Comprender esta experiencia puede darnos una idea de que la médula de la pasión
de Cristo era la pasión de su alma, una profunda soledad, un abandono
insoportable. “El que no tenía pecado, fue hecho pecado por nosotros”, escribe
el apóstol.
“Si se diese una soledad en
la que al hombre no se le pudiese dirigir la palabra; si hubiese un abandono
tan grande que ningún tú pudiese entrar en contacto con él, tendríamos la
propia y total soledad, el miedo, lo que el teólogo llama “infierno”. Ahora
podemos definir el preciso significado de la palabra: indica la soledad que
comporta la inseguridad de la existencia…
Una cosa es cierta: existe la
noche en cuyo abandono no penetra ninguna voz; existe una puerta, la puerta de
la muerte por la que pasamos individualmente. Todo el
miedo del mundo es en último término el miedo de esa soledad;
ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento designa con la misma palabra, sheol, tanto el infierno
como la muerte: a fin de cuentas son lo mismo. La muerte es la auténtica
soledad, la soledad en la que no puede penetrar el amor: el infierno”.
La muerte ya no es soledad
Ratzinger retoma el artículo
de fe sobre el descenso a los infiernos desde esta clave existencial, para
recordarnos que Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, de nuestra
soledad más radical e incurable. En su pasión entró en el abismo aterrador de
nuestro abandono. Desde que Cristo descendió a la muerte, todo ha cambiado. La
muerte que se tragaba a los hombres para siempre, ahora se ha tragado el
anzuelo, se ha tragado al autor de la vida, y la destruyó por dentro, porque
ahora en la muerte habita la vida.
“Allí donde ya no podemos oír
ninguna voz, está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe
la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo
que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en
medio de ella. El infierno o, como dice la Biblia, la segunda muerte (cf. Ap
20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sí mismo. La muerte ya no conduce a
la soledad, las puertas del sheol están abiertas… La
puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte habita la vida, el
amor”.
La enseñanza de la Iglesia
“Este que bajó es el mismo
que subió” (Ef. 4,9-10). Pero ¿a dónde bajó? (Hb 13,20). El primer sentido que
le dio el cristianismo primitivo al “descenso de Jesús a los infiernos” es que
conoció la muerte como todos los seres humanos, es decir, que murió de verdad.
Significa que se reunió con los muertos en su morada, en lo que la Biblia llama
en hebreo el “Sheol” y les abrió las puertas del cielo a los que lo habían
precedido. La traducción que usamos con la palabra “infierno” puede confundir,
porque originalmente no se refiere más que a la muerte, el equivalente al hades
griego, el lugar de los muertos.
Como afirma la primera carta
de Pedro: “Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva” (1 Pe 4,6),
llegando así la salvación a todos los hombres y en adelante Cristo “tiene las
llaves de la muerte” (Ap 1,18).
En una antigua homilía del
Sábado Santo se lee: “Un gran silencio reina hoy en la tierra, un gran silencio
y una gran soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra ha
temblado y se ha calmado porque Dios se ha dormido en la carne y ha ido a
despertar a los que dormían desde hacía siglos… Va a buscar a Adán, nuestro
primer Padre, la oveja perdida. Quiere ir a visitar a todos los que se
encuentran en las tinieblas y a la sombra de la muerte.
Va para liberar de sus
dolores a Adán encadenado y a Eva, cautiva con él, El que es al mismo tiempo su
Dios y su Hijo…’Yo soy tu Dios y por tu causa he sido hecho tu Hijo. Levántate,
tú que dormías porque no te he creado para que permanezcas aquí encadenado en
el infierno. Levántate de entre los muertos, yo soy la vida de los muertos”.
Bibliografía.
Catecismo de la Iglesia
Católica, Nº 631-637
Fuente: Miguel Pastorino/Aleteia