«En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo,
volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el
desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin
comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: -«Si eres Hijo de
Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: -“Está
escrito: “No sólo de pan vive el hombre”. Después, llevándole a lo alto, el
diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: -“Te daré
el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a
quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo.” Jesús le
contestó: -“Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás
culto”. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le
dijo: -Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito:
“Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y también: “Te sostendrán en sus
manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”. Jesús le contestó: -Está
mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Completadas las tentaciones, el
demonio se marchó hasta otra ocasión» (Lucas 4,1-13).
LAS
TENTACIONES DE JESÚS
II. Las
tentaciones de Jesús. El demonio nos prueba de modo parecido.
III. El Señor
está siempre a nuestro lado. Armas para vencer.
»Una
escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender -Dios que se
somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada,
pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene».
Es
la primera vez que interviene el diablo en la vida de Jesús, y lo hace
abiertamente. Pone a prueba a Nuestro Señor; quizá quiere averiguar si ha
llegado ya la hora del Mesías.
Jesús
se lo permitió para darnos ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las
tentaciones que vamos a sufrir a lo largo de nuestra vida: «como el Señor todo
lo hacía para nuestra enseñanza -dice San Juan Crisóstomo‑, quiso también ser
conducido al desierto y trabar allí combate con el demonio, a fin de que los
bautizados, si después del bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben
por eso, como si no fuera de esperar». Si no contáramos con las tentaciones que
hemos de padecer abriríamos la puerta a un gran enemigo: el desaliento y la tristeza.
Quería
Jesús enseñarnos con su ejemplo que nadie debe creerse exento de padecer
cualquier prueba. «Las tentaciones de Nuestro Señor son también las tentaciones
de sus servidores de un modo individual. Pero su escala, naturalmente, es
diferente: el demonio no va a ofreceros a vosotros ni a mí -dice Knox- todos
los reinos del mundo. Conoce el mercado y, como buen vendedor, ofrece
exactamente lo que calcula que el comprador tomará.
Supongo
que pensará, con bastante razón, que la mayor parte de nosotros podemos ser
comprados por cinco mil libras al año, y una gran parte de nosotros por mucho
menos. Tampoco nos ofrece sus condiciones de modo tan abierto, sino que sus
ofertas vienen envueltas en toda especie de formas plausibles. Pero si ve la
oportunidad no tarda mucho en señalarnos a vosotros y a mí cómo podemos
conseguir aquello que queremos si aceptamos ser infieles a nosotros mismos y,
en muchas ocasiones, si aceptamos ser infieles a nuestra fe católica».
El
Señor, como se nos recuerda en el Prefacio de la Misa de hoy, nos enseña con su
actuación cómo hemos de vencer las tentaciones y además quiere que saquemos
provecho de las pruebas por las que vamos a pasar. Él «permite la tentación y
se sirve de ella providencialmente para purificarte, para hacerte santo, para
desligarte mejor de las cosas de la tierra, para llevarte a donde Él quiere y
por donde Él quiere, para hacerte feliz en una vida que no sea cómoda, y para
darte madurez, comprensión y eficacia en tu trabajo apostólico con las almas,
y... sobre todo para hacerte humilde, muy humilde». Bienaventurado el varón que
soporta la tentación -dice el Apóstol Santiago- porque, probado, recibirá la
corona de la vida que el Señor prometió a los que le aman.
II. El demonio tienta
aprovechando las necesidades y debilidades de la naturaleza humana.
El
Señor, después de haber pasado cuarenta días y cuarenta noches ayunando, debe
encontrarse muy débil, y siente hambre como cualquier hombre en sus mismas
circunstancias. Este es el momento en que se acerca el tentador con la
proposición de que convierta las piedras que allí había en el pan que tanto
necesita y desea.
Y
Jesús «no sólo rechaza el alimento que su cuerpo pedía, sino que aleja de sí
una incitación mayor: la de usar del poder divino para remediar, si podemos
hablar así, un problema personal (...).
»Generosidad
del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana,
que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del
esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza
humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento».
Nos
enseña también este pasaje del Evangelio a estar particularmente atentos, con
nosotros mismos y con aquellos a quienes tenemos una mayor obligación de
ayudar, en esos momentos de debilidad, de cansancio, cuando se está pasando una
mala temporada, porque el demonio quizá intensifique entonces la tentación para
que nuestras vidas tomen otros derroteros ajenos a la voluntad de Dios.
En
la segunda tentación, el diablo lo llevó a la Ciudad Santa y lo puso sobre el
pináculo del Templo. Y le dijo: Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo. Pues
escrito está: Dará órdenes acerca de ti a sus ángeles de que te lleven en sus
manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra. Y le respondió Jesús:
Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.
Era
en apariencia una tentación capciosa: si te niegas, demostrarás que no confías
en Dios plenamente; si aceptas, le obligas a enviar, en provecho personal, a
sus ángeles para que te salven. El demonio no sabe que Jesús no tendría
necesidad de ángel alguno.
Una
proposición parecida, y con un texto casi idéntico, oirá el Señor ya al final
de su vida terrena: Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y
creeremos en él.
Cristo
se niega a hacer milagros inútiles, por vanidad y vanagloria. Nosotros hemos de
estar atentos para rechazar, en nuestro orden de cosas, tentaciones parecidas:
el deseo de quedar bien, que puede surgir hasta en lo más santo; también
debemos estar alerta ante falsas argumentaciones que pretendan basarse en la
Sagrada Escritura, y no pedir (mucho menos exigir) pruebas o señales
extraordinarias para creer, pues el Señor nos da gracias y testimonios
suficientes que nos indican el camino de la fe en medio de nuestra vida
ordinaria.
En
la última de las tentaciones, el demonio ofrece a Jesús toda la gloria y el
poder terreno que un hombre puede ambicionar. Le mostró todos los reinos del
mundo y su gloria, y le dijo: -Todas estas cosas te daré si postrándote delante
de mí, me adoras. El Señor rechazó definitivamente al tentador.
El
demonio promete siempre más de lo que puede dar. La felicidad está muy lejos de
sus manos. Toda tentación es siempre un miserable engaño. Y para probarnos, el
demonio cuenta con nuestras ambiciones. La peor de ellas es la de desear, a
toda costa, la propia excelencia; el buscarnos a nosotros mismos
sistemáticamente en las cosas que hacemos o proyectamos. Nuestro propio yo
puede ser, en muchas ocasiones, el peor de los ídolos.
Tampoco
podemos postrarnos ante las cosas materiales haciendo de ellas falsos dioses
que nos esclavizarían. Los bienes materiales dejan de ser bienes si nos separan
de Dios y de nuestros hermanos los hombres.
Tendremos
que vigilar, en lucha constante, porque permanece en nosotros la tendencia a
desear la gloria humana, a pesar de haberle dicho muchas veces al Señor que no
queremos otra gloria que la suya. También a nosotros se dirige Jesús: Adorarás
al Señor Dios tuyo; y a Él solo servirás. Y eso es lo que deseamos y pedimos:
servir a Dios en la vocación a la que nos ha llamado.
III.
El Señor está siempre a nuestro lado, en cada tentación, y nos Confiad: Yo he
vencido al mundo. Y nosotros nos apoyamos en Él, porque, si no lo hiciéramos,
poco conseguiríamos solos: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Señor es
mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?.
Podemos
prevenir la tentación con la mortificación constante en el trabajo, al vivir la
caridad, en la guarda de los sentidos internos y externos. Y junto a la
mortificación, la oración: Velad y orad para no caer en la tentación. También
debemos prevenirla huyendo de las ocasiones de pecar, por pequeñas que sean,
pues el que ama el peligro perecerá en él, y teniendo el tiempo bien ocupado,
principalmente cumpliendo bien nuestros deberes profesionales, familiares y
sociales.
Para
combatir la tentación «habremos de repetir muchas veces y con confianza la
petición del padrenuestro: no nos dejes caer en la tentación, concédenos la
fuerza de permanecer fuertes en ella. Ya que el mismo Señor pone en nuestros
labios tal plegaria, bien estará que la repitamos continuamente.
»Combatimos
la tentación manifestándosela abiertamente al director espiritual, pues el
manifestarla es ya casi vencerla. El que revela sus propias tentaciones al
director espiritual puede estar seguro de que Dios otorga a éste la gracia
necesaria para dirigirle bien».
Contamos
siempre con la gracia de Dios para vencer cualquier tentación. «Pero no
olvides, amigo mío, que necesitas de armas para vencer en esta batalla
espiritual. Y que tus armas han de ser éstas: oración continua; sinceridad y
franqueza con tu director espiritual; la Santísima Eucaristía y el Sacramento
de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación que te
llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la humildad del corazón, y
una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen: Consolatrix afflictorum et
Refugium peccatorum, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores.
Vuélvete siempre a Ella confiadamente y dile: Mater mea, fiducia mea; ¡Madre
mía, confianza mía!».
Textos
basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente:
Almudi.org