COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: LA LUZ Y LAS TINIEBLAS

Domingo IV Tiempo de Cuaresma. Domingo de Laetare

Nadie que desee hacer algo malo lo hace a plena luz. Busca la oscuridad. Se esconde de toda mirada. El mal se identifica con las tinieblas. En su diálogo con Nicodemo, Jesús le dice: «Todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,20-21). El milagro de Jesús, al curar al ciego de nacimiento, dramatiza esta contraposición entre la luz y las tinieblas. En este «signo» —dice H. Schürmann— «somos introducidos en el centro de la gran contienda entre la luz y las tinieblas que constituye el acontecimiento decisivo del mundo, un acontecimiento dramático en el que paulatinamente en un pobre ciego se va haciendo la luz al paso que en los “judíos”, que representan la humanidad ciega todo se vuelve paso a paso cada vez más tenebroso».

Si leemos con atención el evangelio de este domingo (Jn 9,1-41) descubriremos la maestría del evangelista al contraponer la luz que el ciego recibe de Cristo —desde la física a la espiritual— con las tinieblas en que sus oponentes se van hundiendo con tal de no reconocer que Jesús ha realizado un milagro. La clave para entender este relato, que escenifica la afirmación de Jesús —«Yo soy la luz del mundo»— se nos ofrece en las palabras que le dice al ciego de nacimiento: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,39).

Como hemos dicho, el ciego —que recibe la gracia de la curación física cuando Cristo le unge los ojos con el barro hecho con su saliva y el polvo de la tierra y le envía a la piscina de Siloé para que se lave— se abre progresivamente al conocimiento de Cristo. Primero reconoce que «ese hombre que se llama Jesús» es un profeta, después afirma que, si le ha sanado, es señal de que viene de Dios, y, por último, termina llamándole «Señor», título reservado a Dios en el Antiguo Testamento, y haciendo una profesión de fe —«Creo, Señor»— postrado ante Cristo.

Este proceso de la oscuridad a la luz contrasta con el de los dirigentes judíos que, obstinados en no reconocer la mesianidad de Jesús, se hunden progresivamente en la oscuridad de su ceguera espiritual. Niegan lo más obvio: que aquel ciego ha sido curado. Y, para justificar este hecho, se atrincheran en su «ciencia teológica», considerando al ciego como un ignorante, amenazándole con expulsarlo de la sinagoga y afirmando que Cristo es un pecador. Más aún, ellos afirman que «ven», es decir, conocen la verdad. Por eso les reprocha Jesús: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece» (Jn 9,41).

Este relato evangélico se utilizó en la iglesia primitiva para una de las catequesis que los catecúmenos recibían precisamente en la Cuaresma como preparación del bautismo, que recibió el nombre de «iluminación» al otorgar la luz de Cristo. Lo explica muy bien san Pablo, en su carta a los Efesios, cuando dice: «Antes sí erais tinieblas, pero ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz […] sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciándolas» (Ef 5,9). La vocación profética del cristiano le urge a denunciar el mal en cualquiera de sus formas. Pero esta denuncia no se hace sólo con palabras, sino con una vida que refleja la luz de Cristo. San Pablo se dirigía a paganos que se habían bautizados; hoy podría dirigirse a nosotros con las mismas palabras pues necesitamos que la luz ponga al descubierto muchas obras oscuras que exigen denuncia. También hoy necesitamos esta exhortación: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará» (Ef 5,14).

+ César Franco

Obispo de Segovia.


Fuente: Diócesis de Segovia