“Dios mío, Tú que estás en todas partes, ¿cómo es que no
puedo encontrarte en ningún lado?”
Jeffrey Bruno |
¿Quién
nos ha puesto en la cabeza esa extraña idea según la cual debe pasar algo cada
vez que oramos? Desde la infancia, nos pusieron en un camino errado, cuando
adultos bien intencionados nos preguntaban periódicamente: “¿Dijiste tu
oración?”. Como si la oración fuera algo que hacer.
Hay mucho más que decir
sobre este auxiliar “hacer”, que disminuye y menosprecia todo lo que toca
(hacer el amor, hacer hijos, hacer caridad, hacer su comunión).
En ausencia del verbo
“hacer”, otros están asociados con cierta imagen o cierto ideal de oración:
sentir, decir, oír, comprender “cosas”. Ahora bien, en la realidad, estas
“cosas” son raras.
“Ser”, el verdadero verbo para hablar de oración
La oración
es normalmente austera. En cualquier caso ella no cumple todas sus promesas. De
ahí nuestra decepción. La tentación es acusar a Dios, porque si nos ama debería
responder a nuestras expectativas. O bien acusarnos a nosotros mismos, porque
si amamos a Dios, deberíamos ser capaces de encontrarnos con Él.
Si la comunicación pasa mal,
de un lado o del otro, ¿no sería mejor finalmente abandonar? Así es como con
demasiada frecuencia, después de algunos intentos, abandonamos
el terreno de la oración y la lucha cesa, por falta de combatientes.
Te diré el verdadero verbo
que debes usar cuando hables de oración. Es el verbo “ser”. Orar
es ser, estar con. Esto
es lo que está en juego en la oración.
San Agustín lo había
entendido bien, él que hacia esta pregunta al Señor, a la vez triste y
divertida: “Dios mío, Tú que estás en todas partes, ¿cómo es que no puedo
encontrarte en ningún lado?”.
“Estoy contigo todos los días hasta el fin del mundo”
El
problema no es la ausencia de Cristo, o su alejamiento de la historia del
hombre, decía san Juan Pablo II:
“Solo
existe un problema que siempre y en todas partes existe: el problema de nuestra
presencia al lado de Cristo”.