¿Y no es la vida otra cosa sino un belén, y Dios el belenista?
Un belén es sencillamente la representación escultórica y figurativa del hecho histórico del nacimiento de Jesucristo. Simboliza, pues, un momento, un instante de la Historia de la Humanidad.
Sin embargo, ese solo instante ha dejado tal huella en la conciencia colectiva de los pueblos que, traspasando las fronteras del espacio y del tiempo, ha dejado este mundo impregnado de tan variados y permanentes matices artísticos, culturales y religiosos que su representación por antonomasia, el belenismo -un arte que recuerda un mundo, una cultura dos veces milenarias- es sin duda un bien patrimonio de la humanidad.
Porque
en un belén se representa a la humanidad, o por mejor decir, la vida humana en
todas sus variadas tonalidades, visos y colores. Un belén debe ser, tiene que
ser fiel reflejo de un mundo real, muy real, que aunque lejano en el tiempo
conserva el mismo sabor a humanidad, y con ello sabor a eternidad. Por eso hay
que ingeniárselas para que todo resulte la realidad misma: que los huesos de
aceitunas sean melones del mercadillo y las pepitas de las uvas parezcan higos
en un cestillo.
Para
hacer un belén hay que crear. Crear la atmósfera misma, el aire mismo; crear el
cielo y las estrellas y dar a la luna su cuarto creciente. Hay que crear la
tierra y hacer brotar de ella las plantas y las aguas; dirigir los ríos y
poblar sus orillas de musgo, arena y piedrecitas. Hay que horadar cuevas y
llenarlas de vida y de calor. Hay que alzar casas y castillos, arcos y
murallas. Hay que crear cuanto ha creado el hombre, cuanto es su afán: el
huerto, el lagar, la fragua, el molino, el horno o el telar.
Hay
que crear al hombre: sus tipos, sus edades, sus gestos, sus vestidos; su aire y
su señorío; su andar y su reposo; sus juegos y sus oficios, de manera que el
pastor se estire para alcanzar el zurrón que cuelga del olivo, o el mercader se
encorve al arrear la recua cargada de baratijas; el manto del letrado se manche
del barro de la calle, mientras el ciego extiende su mano en el vacío; la
parlera vecina asome a la ventana; la criada cargue con su canasto de ropa
blanca bien zurcida; dormite el anciano en el poyo de su casa y a sus pies
hágalo el gato; alce el martillo el herrero y haga girar su torno el alfarero;
velen los guardias las murallas y jueguen los niños en la plaza; acompañen a
los reyes: criados, pajes, arcas y camellos…
Si
todo está bien hecho, parecerá llenarse la aurora y la mañana de sones y
sonidos con el canto madrugador del gallo y el trino mañanero de las aves. Se
llenará también de armonías y cadencias la tenebridad de la noche con el canto
de los grillos y de las aves nocturnas. Esplenderá el día y balará la oveja,
gruñirán los cerdos, mugirá el ternero. Se llenará el espacio de los
innumerables ruidos del trajín humano, hasta parecerá, incluso, oírse la voz
humana. Pero aún ha de ir más lejos el belenista, porque es obligación suya que
se oiga la voz de los Cielos que da gloria a Dios y paz a los hombres.
Pero todo este Belén de miniatura, toda esta re-creación de lo humano estaría de más si faltase el misterio del hogar, el gozo de la maternidad y la alegría y expectación del nacimiento, porque no puede haber belén sin portal y donde hay portal hay ya un belén. Hay que crear al Creador, vestirlo con pañales, acunarlo en los brazos de su madre y ponerlo bajo la mirada atenta del padre, los pastores, los vecinos y los venidos de otras tierras: unos pocos entre tanta humanidad.
¿Y
no es la vida otra cosa sino un belén, y Dios el belenista? Porque ¿qué somos,
sino figurillas de barro que cada año se renuevan en torno a Él? ¿No es acaso
cada vida un diorama? ¿No aguardan a cada nasciturus (a cada uno que ha de
nacer) sus padres, parientes y vecinos, el sol y las estrellas, las plantas y
los ríos, toda la creación expectante y donante, repitiendo en cada uno de
nosotros lo que en el Hijo del Hombre hizo?
Y
de la misma manera que, pasada la Navidad, al recoger nuestro belén, envolvemos
cuidadosamente las figuras en papeles finos, reparamos los deterioros que
hubiera en ellas, quitamos las bombillas que hicieron el día y la noche,
arrancamos los tornillos, clavos y chinchetas que lo sostenían todo, y
enrollando el celaje tiramos cuanto no nos ha de servir de nuevo: la arena, el
musgo o la escoria, así también Aquel para quien hemos montado un belén, al
terminar el tiempo de nuestro adviento ¿no nos ha de coger amorosamente entre
sus manos y, pegando los descascarillados pedazos de nuestra alma, no nos ha de
guardar para un nuevo nacimiento con un cielo nuevo y una tierra nueva de
adoración y gloria? ¡Oh, belén divino, viviente y vivido, belén hermosísimo que
sólo puede contemplarse con los ojos de la Fe que nos dicen que todo es
patrimonio de la divinidad!
Por: Agustín Guzmán