Diario de María 22 de
diciembre
Dominio público |
“Luego de la tormenta -que nos permitió dormir sólo unas pocas horas- retomamos la marcha al amanecer. Nos despedimos del hombre que ayudamos ayer. Ahora podía hablar mejor, y nos dijo que era pescador: su nombre era Zebedeo.
Estaba
tan agradecido que no cesaba de besar las manos de José, y le decía: “estoy
seguro de que tu hijo será un gran hombre, con el padre que tiene”.
La
mañana era fresca y soleada. A medida que nos acercábamos a Jerusalén, el ir y
venir de la gente era cada vez más intenso. Yo nunca fui amante de las
multitudes: me sentía más a gusto en Nazareth, pero Yahvé lo había querido así.
Hoy
presentí que realmente faltaba poco para el nacimiento. Durante mi infancia
había visto crecer la panza de algunas mujeres en Galilea, y también recuerdo con
total precisión los últimos meses de Isabel. Y recuerdo sus dolores, y también
lo difícil que fue el parto. Yo, hasta hoy, no he sentido nada, más que un poco
de inquietud por un lugar para que nazca.
Mientras
caminamos, trato de estar atenta a los que me rodean, y sonreir a todos, pero
yo sólo pienso en él. ¿Será como los demás niños, o será diferente? ¿Tendré que
amamantarlo y cuidarlo, o será independiente? Las palabras del Ángel eran
inmensas, pero no me había dicho nada de sus primeros años.
¿Tendremos
que enseñarle nosotros a caminar, a hablar, a conducirse, como todas los padres
con sus hijos? ¿O se manifestará en él alguna sabiduría diversa, poderes
especiales? ¿Será un niño comunicativo y alegre, o vivirá absorto en la misión
que viene a cumplir?
Al
mediodía, avistamos la ciudad Santa. Como cada vez, José se puso de rodillas
(yo también lo hubiera hecho, pero me insistió en que me quedara sobre mi
montura) y entonó con su voz enérgica: “¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a
la casa del Señor!…”
Cuando
mencionó el palacio de David, recordé la promesa nuevamente. No pude evitar
preguntarme: ¿recibiría esta ciudad, la ciudad de David, al Rey que llevo en
mis entrañas? ¿No había claudicado ya en su esperanza? ¿No se había prostituido
tras otros ídolos, no había entregado su independencia a los poderes
extranjeros? ¿Aceptaría, además, a un rey pobre, cuando el dinero parecía
haberlo copado todo, inclusive el mismísimo atrio del Templo?
Cada
vez que veía la Casa de Dios, una alegría grande me invadía. Esta vez no pude
evitar llorar, y sentí que mi hijo también lo hacía. Fui incapaz de explicarle
a José, pero no era necesario: él siempre me respetaba, casi me veneraba,
aunque a mí me provocaba vergüenza cuando lo hacía ante los demás.
Buscando
un lugar donde pasar la noche -antes del último tramo a Belén- dimos un rodeo
por un sitio desconocido para mí, y vi a lo lejos un extraño monte, cuya forma
me llamó la atención. Pregunté a José y me dijo: “le llaman Gólgota… porque su
forma se asemeja a un cráneo”. Como una sombra se cruzó rápidamente delante
mío. “Suelen crucificar allí a los esclavos y a los malhechores más peligrosos…
los exponen públicamente, para disuadir a otros.”
¿Qué
podría llevar a alguien a vivir en el pecado, a atentar contra los demás, a ser
un malhechor? ¿Por qué el pecado, por qué la muerte, por qué la crueldad?
¿Cuándo acabará esta historia de sufrimiento?
Oh,
Señor… que tu ciudad Santa sea siempre el lugar de tu presencia… Que termine el
pecado la maldad, que acabe la muerte, que los hombres ya no odien.
Oh,
Adonai, líbranos de la muerte temporal, y de la muerte eterna”
P. Leandro Bonin
Fuente: Misioneros Digitales Católicos