AMAR LA CASTIDAD
II. Castidad matrimonial y virginidad.
III. Apostolado sobre esta
virtud. Medios para guardarla.
“En aquel tiempo, se
acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
-«Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando
mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.
Pues
bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo
y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por
último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la
mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: -«En
esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la
vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no
pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la
resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el
episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de
Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para
él todos están vivos.» Intervinieron unos escribas: -«Bien dicho, Maestro.» Y
no se atrevían a hacerle más preguntas”(Lucas 20,27-40).
I. Mediante la virtud de
la castidad, o pureza, la facultad generativa es gobernada por la razón y
dirigida a la procreación y unión de los cónyuges en el matrimonio. La virtud
de la castidad lleva también a vivir una limpieza de mente y de corazón: a evitar
aquellos pensamientos, afectos y deseos que apartan del amor de Dios, según la
propia vocación.
Sin
la castidad es imposible el amor humano y el amor a Dios. Si la persona no se
empeña por mantener esta limpieza de cuerpo y de alma, se abandona a la tiranía
de los sentidos y se rebaja a un nivel infrahumano, como si el “espíritu se
fuera reduciendo, empequeñeciendo hasta quedar en un puntito… Y el cuerpo se
agranda, se agiganta hasta dominar “y, el hombre se hace incapaz de entender la
amistad con el Señor. En cambio, la pureza dispone el alma para el amor divino,
para el apostolado.
II. La castidad no consiste
sólo en la renuncia al pecado. No es algo negativo: “no mirar”, “no hacer”, “no
desear”… Es entrega del corazón a Dios, delicadeza y ternura con el Señor,
“afirmación gozosa”. Virtud para todos, que se ha de vivir según el propio
estado. En el matrimonio, la castidad enseña a los casados a respetarse
mutuamente y a quererse con un amor más firme, más delicado y más duradero.
La
castidad no es la primera ni la más importante virtud, ni la vida cristiana se
puede reducir a la pureza, pero sin ella no hay caridad, y ésta sí es la
primera de las virtudes y la que da su plenitud a todas las demás. Quienes han
recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican
precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que
para ellos se hace camino cierto de unión con Dios.
Quienes
han recibido la vocación al celibato apostólico, encuentran en la entrega total
al Señor y a los demás por Dios, indiviso porque, sin la mediación del amor
conyugal, la gracia para vivir felices y alcanzar una íntima y profunda amistad
con Dios.
III. La castidad vivida en
el propio estado, en la especial vocación recibida por Dios, es una de las
mayores riquezas en el mundo; nace del amor y al amor se ordena. Es un signo de
Dios en la tierra. Quizá en el momento actual a muchos les puede resultar
incomprensible la castidad. También los primeros cristianos tuvieron que
enfrentarse a un ambiente hostil a esta virtud.
Por
eso, parte importante del apostolado que hemos de llevar a cabo es el de
valorar la castidad y el cortejo de virtudes que la acompañan: hacerla
atractiva con un comportamiento ejemplar, y dar la doctrina de siempre de la iglesia
sobre esta materia que abre las puertas a la amistad de Dios.
Es
posible vivirla si se ponen los medios que la Iglesia ha recomendado durante
siglos: el recogimiento de los sentidos, el pudor, la templanza, la oración,
los sacramentos, y un gran amor a la Virgen. A Ella, Madre del amor hermoso,
acudimos al terminar nuestra oración.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org