El buen samaritano
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Dominio público |
II. El Señor nos habla
de los pecados de omisión.
III. El
samaritano enseguida se dio cuenta de la desgracia, y se movió a compasión.
“En aquel tiempo, se levantó un
maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó: «Maestro, ¿que
he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu
prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y
vivirás».
Pero
él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?». Jesús respondió:
«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que,
después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto.
Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De
igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un
samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y,
acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole
sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día
siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y,
si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’. ¿Quién de estos tres te parece
que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que
practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»” (Lucas
10,25-37).
I.
Amarás... al prójimo como a ti mismo. El doctor de la ley respondió
acertadamente. Jesús lo confirma: Has respondido bien: haz esto y vivirás. Lo
narra el Evangelio de la Misa de hoy.
Este precepto ya existía en la ley judía, e incluso estaba
especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, leemos en el
Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás hasta el
límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás el
rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los frutales;
lo dejarás para el pobre y el extranjero. Y, después de especificar otras
muestras de misericordia, dice el Libro Sagrado: No te vengues y no guardes
rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Es un lejano anticipo de lo que será el mandamiento del
Señor. Pero existía la incertidumbre sobre el término «prójimo». No se sabía a
ciencia cierta si se refería a los del propio clan familiar, a los amigos, a
quienes pertenecían al pueblo de Dios... Había diversas respuestas. Por eso, el
doctor de la ley le pregunta al Señor: ¿y quién es mi prójimo?, ¿con quién debo
tener esas muestras de amor y de misericordia? Jesús responderá con una
bellísima parábola, que recogió San Lucas: Un hombre bajaba de Jerusalén a
Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado,
le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio muerto.
Éste
es mi prójimo: un hombre, un hombre cualquiera, alguien que tiene necesidad de
mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza, amistad o parentesco.
Nuestro prójimo es cualquiera que esté cerca de nosotros y tenga necesidad de
ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su condición social:
homo quidam, un hombre cualquiera.
En el camino de nuestra vida vamos a encontrar gente
herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por
ayudar a otros, si estamos unidos al Señor, nos sacará de nuestro camino
rutinario, de todo egoísmo, y nos ensanchará el corazón guardándonos de caer en
la mezquindad. Encontraremos a gentes doloridas por falta de comprensión y de
cariño, o que carecen de los medios materiales más indispensables; heridas por
haber sufrido humillaciones que van contra la dignidad humana; despojadas,
quizá, de los derechos más elementales: situaciones de miseria que claman al
cielo. El cristiano nunca puede pasar de largo, como hicieron algunos
personajes de la parábola.
También encontraremos cada día a ese hombre al que han
dejado medio muerto porque no le enseñaron las verdades más elementales de la
fe, o se las han arrebatado mediante el mal ejemplo, o a través de los grandes
medios modernos de comunicación al servicio del mal. No podemos olvidar en
ningún momento que el bien supremo del hombre es la fe, que está por encima de
todos los demás bienes materiales y humanos. «Habrá ocasiones en que, antes de
predicar la fe, haya que acercarse al herido que está al borde del camino, para
curar sus heridas.
Ciertamente.
Pero sin excluir nunca de nuestra preocupación de cristianos la comunicación de
la fe, la educación de la misma y la propagación del sentido cristiano de la
vida». Y procuraremos dar, junto a los bienes de la fe, todos los demás: los de
la cultura, la educación, la formación del carácter, el sentido del trabajo, la
honradez en las relaciones humanas, la moralidad en las costumbres, el anhelo
de justicia social, expresiones vivas y concretas de una caridad rectamente
entendida.
Un cristiano no puede desentenderse del bienestar humano y
social de tanta gente necesitada, «pero no podemos dejar en un segundo plano,
nunca jamás, esa otra preocupación por iluminarlas conciencias en el orden de
la fe y de la vida religiosa».
II.
Y continúa la parábola: Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote, y
viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, pasando cerca de aquel lugar, lo
vio y pasó de largo.
El Señor nos habla aquí de los pecados de omisión. Los que
pasaron de largo no hicieron un nuevo daño al hombre malherido y abandonado,
como terminar de quitarle lo que le quedaba, insultarle, etc. Iban a lo suyo
-quizá cosas importantes- y no quisieron complicaciones. Dieron más importancia
a sus asuntos que al hombre necesitado. Su pecado fue ése: pasaron de largo.
Sin embargo, aquel servicio que no prestaron habría merecido del Señor estas
palabras: una buena obra ha hecho conmigo, porque todo lo que hacemos por
otros, por Dios lo hacemos.
Cristo
nos esperaba en esa persona necesitada. Él estaba allí. «No te digo: arréglame
mi vida y sácame de la miseria, entrégame tus bienes aun cuando yo me vea pobre
por tu amor. Sólo te imploro pan y vestido, y un poco de alivio para mi hambre.
Estoy preso. No te ruego que me libres. Sólo quiero que, por tu propio bien, me
hagas una visita. Con eso me bastará y por eso te regalaré el Cielo. Yo te
libré a ti de una prisión mil veces más dura. Pero me contento con que me
vengas a ver de cuando en cuando.
»Pudiera, es verdad, darte tu corona sin nada de esto,
pero quiero estarte agradecido y que vengas después a recibir tu premio
confiadamente. Por eso, yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar
vueltas a tu alrededor, pidiendo, y extender mi mano a tu puerta. Mi amor llegó
a tanto, que quiero que tú me alimentes. Por eso prefiero, como amigo, tu mesa;
de eso me glorío y te muestro ante todo el mundo como mi bienhechor».
Éste es el secreto para estar por encima de diferencias de
raza, cultura o, simplemente, de edad o de carácter: comprender que Jesús es el
objeto de nuestra caridad. En los demás, le vemos a Él: «con razón puede
decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para
despertar la caridad de sus discípulos».
III.
Continúa el Evangelio: Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él, y
al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas
aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la
posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio
al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi
vuelta.
El samaritano, a pesar del gran distanciamiento que había
entre judíos y samaritanos, enseguida se dio cuenta de la desgracia, y se movió
a compasión. Hay quienes están cegados para lo que pueda resultarles enojoso, y
hay quienes intuyen con prontitud una pena en el corazón del prójimo. Es
necesario, en primer lugar, querer ver la desgracia ajena, no ir tan deprisa en
la vida que justifiquemos con facilidad el pasar de largo ante la necesidad y
el sufrimiento.
La compasión del samaritano no es puramente teórica,
ineficaz. Por el contrario, pone los medios para prestar una ayuda concreta y
práctica. Lo que lleva a cabo este viajero no es, quizá, un acto heroico, pero
sí hace lo necesario. En primer lugar se acercó; es lo primero que debemos
hacer ante la desgracia o la necesidad: acercarnos, no verla de lejos. Luego,
el samaritano tuvo las atenciones que la situación requería: cuidó de él. La
caridad que nos pide el Señor se demuestra en las obras. Se manifiesta llevando
a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto.
Dios nos pone al prójimo, con sus necesidades concretas,
en el camino de la vida. El amor hace lo que la hora y el momento exigen. No
siempre son actos heroicos, difíciles; con frecuencia son cosas sencillas,
pequeñas muchas veces, «pues esta caridad no hay que buscarla únicamente en los
acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria»: en prestar
un pequeño servicio, en dar un poco de aliento a quien esa mañana hemos
encontrado más desalentado, en una palabra amable en la que mostramos nuestro
aprecio, en una sonrisa, en indicar con amabilidad la dirección de una calle
que nos han pedido, en escuchar con interés...
Los quehaceres de este buen samaritano pasaron por unos
momentos a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo, sin
regateos, en auxiliar a quien lo necesitaba. Y no sólo nuestro tiempo, también
nuestras aficiones personales, nuestros gustos -no digamos ya nuestros
caprichos- deben ceder ante las necesidades de los demás.
Jesús concluye la lección con una palabra cordial dirigida
al doctor: Ve, le dice, y haz tú lo mismo. Sé el prójimo inteligente, activo y
compasivo con todo el que te necesita. Son palabras que nos dirige también a
nosotros al acabar esta meditación, y para poder vivirlas acudimos a la
Santísima Virgen: «No existe corazón más humano que el de una criatura que
rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de
Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su Corazón
cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. -Cada uno es su
hijo, su hija».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org