Algo comienza a
cambiar en mi corazón, junto a ella me siento más fuerte...
Miro a María en este mes. Ella es templo
del Espíritu Santo, es vaso espiritual. Quiero parecerme a Ella. Su manera de
obrar desde el silencio, en lo oculto, me atrae. Quiero ser como Ella, amar
como Ella.
Hay una oración del padre José Kentenich
que habla de este deseo: “Aseméjanos a ti y enséñanos a caminar por
la vida tal como tú lo hiciste, fuerte y digna, sencilla y bondadosa, repartiendo
amor paz y alegría”.
Cuando me acerco a María algo comienza a
cambiar en mi corazón. Ella lo hace posible con su presencia. Junto a Ella me
siento más fuerte.
Encuentro en mi interior una fortaleza que desconocía. Una fuerza que viene de
Dios, del Espíritu.
En su presencia descubro mi dignidad. Valgo mucho más de lo que a veces creo.
Tengo una dignidad que no puedo perder como tantas veces hago. María me
recuerda que soy hijo de un Rey. Y logra por el Espíritu que aprenda a sentirme
niño, hijo, pobre en las manos de Dios.
María me hace más sencillo y bondadoso. Quiero caminar como Ella. Quiero que
María me enseñe a enamorarme del Espíritu Santo. Ella está llena de Dios.
Decía el Padre Kentenich: “Decir María es decir gracia”. La
mujer llena de gracia. La niña abierta a Dios y llena del Espíritu. Ella acogió
la palabra en su corazón y la palabra se hizo carne.
María me enseña a implorar el Espíritu cada día. Me enseña a reconocer sus
insinuaciones y ser más dócil para hacer sus deseos. ¿Cómo habla el Espíritu de
Dios en mi corazón? ¿Dónde me habla en medio de mis ruidos y de mis puertas
cerradas?
Quiero asemejarme a María. Ser como María. Quiero ser yo también
lleno de gracia, lleno de Dios. Pero a veces el mundo me llena y no me llena la
fuerza del Espíritu. Me cierro, me resisto. María me ama y cambia mi alma para
hacerla más dócil, para que sea tierra húmeda en la que pueda hacer morada la
palabra de Dios.
María me recuerda cuánto me ama Dios. Me habla de todo su amor hacia mí. Me
muestra el horizonte hacia el que camino. Me hace creer en la belleza de mi
vida.
Quiero asemejarme a María. No a fuerza de
voluntad y esfuerzo. Quiero dejarme hacer. Y le rezo: “Aseméjame a ti. Que pueda ser sencillo y
pobre. Que pueda ser bondadoso y sembrar esperanza”.
María me abre el pozo de su corazón
inmaculado. Me enseña la
manera de unir todo en mi vida. Mis ideas y mis obras. Mis
deseos y mis sueños. Mi realidad y lo que espero. Sé que estoy hecho de barro y
en sus manos Ella puede hacer una obra de arte. Confío en su poder.
Ella me mira con ojos de misericordia. Me
mira frágil, conmovida. Y me sostiene para que no deje de mirar más allá de mí
mismo. Me enseña a no
pensar tanto en mí, sino en la felicidad de los que me rodean.
El otro día leía: “Está bien que un joven de veinte años
desee ser feliz. No es nada malo. Lo inquietante es que hoy predomina la
preocupación por el propio beneficio más que por el bien de los otros”. En
el fondo todos queremos ser felices. Todos tenemos un vacío en el alma que
intentamos llenar torpemente. Dándonos
por amor somos más felices. Dando la vida por entero, sin
miedo. Por amor a los otros. Para que sean más plenos. Y en esa entrega somos
más felices.
El problema quizás surge cuando tengo la
mirada centrada en mí, en lo que necesito, en lo que me hace falta a mí.
Entonces dejo de mirar más allá de mí mismo. Me pierdo en mis deseos. Me ahogo
en la búsqueda enfermiza de mi felicidad. Caiga quien caiga. No me importa.
Sólo quiero ser feliz. Pero al centrarme tanto en mí, me ahogo y no logro ser
feliz.
Miro a María. Ella me recuerda lo
importante. Si me entrego, si me doy, encontraré como resultado esa felicidad
que ansío. Cuando no me ahogo en mí mismo. Cuando dejo de mirarme obsesivamente
para comenzar a mirar con ojos de misericordia. Se lo pido a María. Ella sabe mirar así. Y su vida fue plena
al abrir su corazón. Al decirle que sí a Dios cada día.
Por Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia