La atención a los enfermos es un signo de comunión en el dolor y en la
esperanza
El sexto domingo de Pascua
celebramos la Pascua del enfermo. El lema de este año toma las palabras de
Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Es una invitación a
ofrecer a los demás la salvación de Cristo, don gratuito del Resucitado. Un don
que no tiene precio.
Entre los predilectos del
Señor y de la Iglesia están los enfermos. Cuando envía a los apóstoles, les
dice: «curad enfermos» (Mt 10,8). Y cuando nos juzgue al fin de la historia,
incluirá entre los criterios de salvación o condena el de «estuve enfermo y me
visitasteis» (Mt 25,36). Cristo se ha identificado con los enfermos de manera
explícita y ha querido situarlos en las prioridades del Reino que anuncia y
trae la salvación.
De ahí que la Iglesia, desde
sus orígenes, los ha distinguido con la oración constante por su salud y la
ayuda en su necesidad material y espiritual. Baste recordar que hay un
sacramento dedicado a implorar la salud del cuerpo y del alma de los enfermos.
Un sacramento que responde de manera personal y directa a la fragilidad de la
condición humana cuando experimenta su propio límite, la infirmitas propia del hombre.
El hombre es, según la
Biblia, «sangre y carne». Con esta expresión, se quiere decir: pura fragilidad.
Tarde o temprano, todo hombre experimenta el límite de su naturaleza, cuando falla
alguno de sus mecanismos físicos o síquicos. Decía san Agustín que «quien larga
vida desea, larga enfermedad desea», aludiendo a un hecho incontestable: cuanto
más larga es la vida, más aumenta la posibilidad de experimentar la enfermedad
que llevamos dentro: nuestra condición mortal, que se manifiesta cuando, con
más o menos fuerza, nos visita la enfermedad.
La atención a los enfermos
es un signo de comunión en el dolor y en la esperanza. La Iglesia, como una
auténtica familia, se apiña junto al enfermo para sostenerlo como el miembro
más necesitado. Y todos sabemos hasta qué punto es necesario el acompañamiento
de los enfermos. Como también sabemos que los familiares y los que se dedican
al cuidado de los enfermos deben, a su vez, ser sostenidos por la comunidad
eclesial.
Enfermedades largas,
dolorosas, que conllevan procesos y tratamientos médicos complejos, de atención
durante las veinticuatro horas del día, pueden minar la fortaleza de los cuidadores,
y convertirse en auténticos calvarios que necesitan la presencia de los
cristianos, como hizo María al pie de la cruz de su Hijo.
La enfermedad es también una
ocasión extraordinaria para descubrir el sentido cristiano del dolor como lugar
donde quien sufre descubre la oportunidad de unirse a Cristo doliente y
ofrecerse con él al Padre. Los sacerdotes sabemos por experiencia que esos
momentos duros de la vida pueden convertirse en ocasiones para crecer
interiormente, aceptar la propia limitación y descubrir que el hombre no sólo
es materia que se deteriora sino espíritu que tiene la capacidad de asumir y trascender
los límites materiales y reconocer que Dios es el Buen Pastor que nos conduce
en ocasiones por cañadas oscuras disipando los temores propios de nuestra
fragilidad.
¡Cuántas personas han
encontrado el sentido pleno de la vida al experimentar pruebas que, en un
primer momento, se resistían a aceptar! La Pascua del enfermo es una ocasión
para proclamar el gozoso mensaje de Pascua: El Resucitado, venciendo la muerte,
ha iluminado de modo definitivo la fragilidad de nuestra condición y nos enseña
que, en la peregrinación hacia la casa del Padre, todo lo que forma parte de
nuestra vida —incluyendo al dolor y la enfermedad— ha sido asumido por él y
redimido, de manera que en la salud y en la enfermedad tenemos la certeza de su
salvación.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia