Porque encontrarlo te da una paz inamovible pase lo que pase,
una certeza, una seguridad y una fuerza capaz de esperar
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“En medio de las lágrimas descubrí que
había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que
había, dentro de mí, una calma invencible. En medio del invierno descubrí
que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto
dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay
algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta” (Albert Camus).
Todos hemos
tenido un primer encuentro con Jesús, ese que nos ha
cambiado la vida, ese momento donde hemos experimentado que somos amados y que
queremos amar.
Pero hay
ocasiones en la vida en que eso parece perderse. Ocasiones en las que habiendo
amado tanto, todo parece haberse ido…
Y es que el hombre no sabe lo que es el temor a
perder hasta que no conoce el amor. Solo cuando tenemos algo
que valoramos profundamente, algo que le dio sentido a nuestra vida, empezamos
a experimentar verdaderamente lo que significa el temor a perderlo.
Ese temor de
perder no es otra cosa sino el deseo de tener más. Pues
no solo con el amor aparece el temor, sino también la necesidad
de intimidad, la necesidad de compartir más tiempo con el
amado.
Y así como el amor permite conocer el temor y la necesidad de intimidad;
también y sobre todo, quiere conocer lo que es el descanso.
Descansar no
de la actividad, sino la seguridad haber encontrado, al fin, la
gratuidad y la incondicionalidad del amor. Un amor sobre el cual recostarse y
hallar la paz.
Y lo que más queremos es que nadie moleste
ese descanso, ni siquiera nosotros mismos. Queremos tener la experiencia de
sabernos, al fin, abandonados en el amor a pesar de la propia pobreza, (a pesar
de sentirnos pequeños, insignificantes y pecadores llegar a creer que hay un amor
que es más grande).
Lastimosamente
eso es difícil de obtener. Para llegar allí tenemos que permitirnos
estar en medio del desierto y la soledad.
Es en ese
momento donde vamos a poder descansar en el amor, aunque este amor no siempre
redunde en nuestra sensibilidad; incluso no solo en nuestra sensibilidad, a
veces, la misma razón es insuficiente y pobre para entender el amor.
A veces solo
creemos que pasa lo que entendimos que pasa, pero es más que eso. Se trata de
aprender a aceptar que van a pasar muchas cosas que no entendemos ni sabemos ni
cómo, ni por qué están pasando.
Cuando
lleguemos a este punto descubriremos que tenemos una paz fundante, una secreta serenidad,
una escondida certeza: aunque todo esté en desorden, Dios está actuando.
Nuestra paz
no viene porque esté todo ordenado, sino porque Dios está actuando. Esa es la
auténtica paz.
Es como en el diluvio en los días de Noé.
Había temporadas largas en las que alrededor solo se veía agua y, la paloma, al
salir a buscar, regresaba sin nada.
Pero el vuelo de la esperanza es tal, que
es capaz de certeza.
Hay muchos días que nuestra paloma, nuestro corazón, sale a buscar, no
encuentra y vuelve vacío.
Pero sabe que
si sigue saliendo, tal vez un día, vuelva con un ramito, y tal vez un día ya no
regrese… ¿y esto qué quiere decir?, que nuestra esperanza está firme.
Ya no duda
más, y que el ancla está puesta en el fondo del mar: pueden sacudir las tormentas,
pero mi esperanza no se mueve.
Y no se mueve no por
el amor que yo le tengo a Jesús, sino por el amor que Jesús me tiene a mí. Esa
es el ancla.
“En
las horas de ausencia se afina y se afirma el amor; es puesto a prueba y, cuando
el amor es grande, no pone su contento en otra cosa, es capaz de guardar
ausencia, aunque duela y parezca absurdo. Te espero, sé que vendrás”
(P. Manuel Pascual).
Algo de esto
le pasó a María Magdalena cuando buscaba a Jesús en el sepulcro. Su amor fue un
amor capaz de guardar ausencia, pues la distancia es como el viento: apaga los
fuegos pequeños y enciende los grandes.
«Hay que
saber leer la pedagogía de Dios que muchas veces nos deja en soledad para
mostrarnos que es nuestro amigo. Si siempre encontráramos refugio en los
amigos, tal vez nunca tendríamos la certeza de que Él está aunque nadie esté.
Por eso “el
más puro padecer trae el más puro entender”» (P. Manuel
Pascual).
Para entender a Jesús y lo que Él quiere
hacer en nosotros hay que esconderse en Él, entrar en su intimidad. Ser un místico no es tener experiencias
celestiales, es tener experiencias de Jesús, es compartir con Jesús la cruz.
“El amante es
capaz de cantar y de amar en la noche, el verdadero amante es capaz de hacer
florecer, aun en el más crudo invierno, el fruto del amor. Si
alguien nos preguntara qué está procurando Jesús conmigo: amarme de tal modo que
su amor me haga capaz de amar como Él” (P. Manuel Pascual).
Pero lo más
bonito es que este amor es un amor que quiere hacer historia, no uno que solo
quiere estar en el cielo. Por eso el verdadero místico es el que se desgasta
por hacer
presente en este mundo, y en los demás, la calidad que Dios le hizo probar en
el corazón, no el que quiere ir a gozar ya con Jesús al cielo.
“Ya bien puedes mirarme después que me
miraste…”
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia