EL SENTIDO
DE LA MORTIFICACIÓN
I. Para seguir de verdad a
Cristo es necesario llevar una vida mortificada y estar cerca de la Cruz. Quien
rehúye el sacrificio, se aleja de la santidad.
II. Con la mortificación nos
elevamos hasta el Señor. Perder el miedo al sacrificio.
III. Otros motivos de la
mortificación.
«Estaba próxima la
Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los
vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y haciendo
un látigo de cuerdas arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes;
tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas.
Y dijo a los que vendían
palomas: Quitad eso de aquí, no hagáis de la casa de mi Padre un mercado.
Recordaron sus discípulos que está escrito: el celo de tu casa me consume.
Entonces los judíos replicaron: ¿Qué señal nos das para hacer esto? Jesús
respondió: Destruid este Templo y en tres días lo levantaré. Los judíos
contestaron: ¿ En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo
vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando
resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho
esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en
su nombre al ver los milagros que hacia. Pero Jesús no se fiaba de ellos,
porque los conocía a todos, y no necesitaba que nadie le diera testimonio
acerca de hombre alguno, pues sabía lo que hay dentro de cada hombre.»(Juan 2
13-25)
I. Si todos los actos de
la vida de Cristo son redentores, la salvación del género humano culmina en la
Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra: Tengo que recibir
un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!, dirá a sus
discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias incontenibles de dar su
vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a la Voluntad del Padre muriendo
en la Cruz. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de la
identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los actos
de mortificación y penitencia.
Para
ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo: el que quiera venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. No es posible seguir al
Señor sin la Cruz. Las palabras de Jesús tienen vigencia en todos los tiempos,
ya que fueron dirigidas a todos los hombres, pues el que no toma su cruz y me
sigue -nos dice a cada uno- no puede ser mi discípulo. Tomar la cruz -la
aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite para nuestra
purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la mortificación
cristiana asumida voluntariamente- es condición indispensable para seguir al
Maestro.
«¿Qué
sería un Evangelio, un cristianismo sin Cruz, sin dolor, sin el sacrificio del
dolor? -se preguntaba Pablo VI-. Sería un Evangelio, un Cristianismo sin
Redención, sin Salvación, de la cual ‑debemos reconocerlo aquí con sinceridad
despiadada- tenemos necesidad absoluta. El Señor nos ha salvado con la Cruz;
con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la Vida...». Sería
un cristianismo desvirtuado que no serviría para alcanzar el Cielo, pues «el
mundo no puede salvarse sino con la Cruz de Cristo».
Unida
al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren
su más hondo sentido. No son algo dirigido primariamente al a propia
perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de
esta vida, sino participación en el misterio de la Redención.
La
mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, residuo de otras épocas
que no engarzan bien con los adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo.
También puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos
que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo
escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Y
en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido sobrenatural de
sus vidas se resisten a entender que a Cristo sólo le podemos seguir a través
de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si no eres mortificado nunca
serás alma de oración». Y Santa Teresa señala: «Creer que (el Señor) admite a
Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate».
Los
mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es aclamado por multitudes, aunque
le amaban profundamente e incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no
le siguen hasta el Calvario, pues aún -por no haber recibido al Espíritu Santo-
eran débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este
seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a través de
las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida mortificada.
El
cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se
rebela ante el dolor, se aleja también de la santidad y de la felicidad, que
está muy cerca de la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.
II. El Señor pide a cada
cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta el
Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su cruz y me
sigue no es digno de mí. Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a
sus seguidores de que habrían de cargar con ella.
Hay
en la mortificación una paradoja, un misterio, que sólo puede comprenderse
cuando hay amor: detrás de la aparente muerte está la Vida; y el que con
egoísmo trata de conservar la vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su
vida la perderá: y el que la pierda por mí la hallará. Para dar frutos, amando
a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es necesario el
sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de trigo no muere al caer
en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Para ser
sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la continua
mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su egoísmo. «-¿No
quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar espigas bien
granadas? -¡Que Jesús bengida tu trigal!».
Debemos
perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria mortificación, pues la Cruz la
quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene.
Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis fatigados y
cargados, nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
almas, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. Junto a Cristo, las
tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el contrario disponen al alma
para la oración, para ver a Dios en los sucesos de la vida.
Con
la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de
tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con
paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. «Como si dijera: todos los que
andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y
apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para
vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos».
III.
Para decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender
bien las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más
mortificados porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los
motivos que impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que
hemos considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle
en su afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al
Padre. Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo
y de la Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad
del Padre.
Pero
la mortificación es también medio para progresar en las virtudes. El sacerdote,
en el diálogo que precede al Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo
mientras dice: -Levantemos el corazón, y se oye al pueblo fiel: -¡Lo tenemos
levantado hacia el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido
hacia Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la esperanza
siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté atrapado y
prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más purificado. Y esto
no es posible sin la penitencia, sin la continua mortificación, que es «medio
para ir adelante». Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que
tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento,
deseos de inmoderada comodidad...La mortificación nos libera de muchos lazos y
nos capacita para amar.
La
mortificación es medio indispensable para hacer apostolado, extendiendo el
Reino de Cristo: «La acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con
el sacrificio». Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia
Dios sin apoyar esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese
reforzada con la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de
mil modos diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la
oración y la mortificación, es el alma de todo apostolado.
No
olvidemos, por último, que la mortificación sirve también como reparación por
nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en muchas
ocasiones le pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada:
«emendationem vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et
misericors Dominus» Que el Señor omnipotente y misericordioso nos conceda la
enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia. De este modo, por
la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se convierten en fuente de
nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu
humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. -Así entierra el labrador, al
pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas.
-Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a
una nueva fecundidad.
“Aprende
a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida”.
Le
pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra vida, a partir de ahora, del
mejor de los modos: «Cuando recuerdes tu vida pasada, pasada sin pena ni gloria,
considera cuánto tiempo has perdido y cómo lo puedes recuperar: con penitencia
y con mayor entrega». Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente alguno
de estos pensamientos que nos mueva a la mortificación generosa: «¿Motivos para
la penitencia?: Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio
para ir adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu
país, por la Iglesia... Y mil motivos más».
Textos
basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente:
Almudi.org