Hay una forma cristiana de entender el «carpe diem» pagano: Jesús invita a vivir cada día su afán, asumiendo con seriedad la existencia cotidiana
El evangelio está sembrado
de llamadas a la conversión. La primera palabra que Jesús pronuncia al iniciar
su ministerio es: «convertíos». La conversión es la actitud del hombre
religioso que, desandando el camino errado, se vuelve a Dios que espera el
retorno del hijo pródigo para abrazarle con ternura.
La actitud del hombre pagano
está bien definida en el «carpe diem» de quienes se beben el tiempo como si
fuera un elixir de disfrute que les enajena para olvidar la seriedad de vivir.
Disfruta del momento, dice el pagano; convertíos o pereceréis, dice Jesús en el
evangelio de hoy.
El contexto histórico de
esta advertencia, fueron dos hechos que conmovieron la opinión pública en tiempo
de Jesús: el desplome de la torre de Siloé, que provocó dieciocho muertos, y la
matanza que ordenó Pilato de algunos amotinados en el templo de Jerusalén, cuya
sangre se mezcló con la de los sacrificios rituales.
Cuando cuentan a Jesús tales
sucesos, él no los achaca a un castigo por sus pecados, como era frecuente
interpretar tales desgracias, sino que las utiliza para interpelar a sus
oyentes: vosotros —viene a decir— no sois mejores que los que han muerto. Y, si
no os convertís, también pereceréis.
Hablar hoy de estas cosas parece
anticuado. El ateísmo consigue adeptos que se convencen de que la muerte es el
final de todo. Es una cuestión antigua. Pero el problema de la salvación
última, por mucho que lo releguemos al olvido, constituye el drama definitivo
del hombre. Salvarse o no, es la cuestión crucial de la existencia. O mejor:
dejarse salvar. Porque el hombre no puede salvarse a sí mismo en el sentido que
Jesús da a la palabra salvación. La salvación es el juicio último de Dios sobre
la vida del hombre. Trasciende este tiempo fugaz.
Hay una forma cristiana de
entender el «carpe diem» pagano: Jesús invita a vivir cada día su afán, asumiendo
con seriedad la existencia cotidiana. Podíamos decir que nos invita a vivir
cada día como si fuera el último, exprimiendo todas las
posibilidades de hacer el bien. Convertirse es la actitud de quien se desvive
por amar a Dios y a los demás como dos actos de la misma pasión unitaria: es el
doble mandamiento de la ley.
Quien sabe disfrutar así,
hace del tiempo una ocasión única e irrepetible para escuchar aquellas palabras
que pronuncia el Rey cuando viene a juzgar el último día: Venid, benditos de mi
Padre al reino prometido; o aquellas parecidas: Siervo bueno y fiel, entra en
el gozo de tu Señor.
La salvación que ofrece
Cristo se teje en el tiempo, pero lo trasciende. El tiempo es una dimensión de
la existencia que se consume en el paso a la eternidad. De esto trata Cristo
cuando, al final del evangelio de hoy, nos cuenta la historia de la higuera que,
plantada en la viña, no daba fruto. El dueño decide arrancarla, cansado de
cuidarla con esmero. El viñador —que es el mismo Cristo— intercede ante el amo
para que la deje un año más. La cuidará, la echará estiércol, a ver si da
fruto. «Déjala todavía este año», dice suplicante; «si no, la cortas».
No se puede describir mejor
la urgencia de la salvación y el paso inexorable del tiempo que nos urge a dar
frutos de conversión, justicia y caridad. El tiempo no es una dimensión del
hombre meramente cronológica. Es tiempo de salvación. Dios —el dueño de la higuera—
tiene paciencia un año y otro a la espera del fruto. El viñador se desvive por
cuidar de la higuera. Pero la advertencia sigue en pie: «Si no, la cortas». Escamotear
esta advertencia es ceder al inexorable paso del tiempo como si se tratara de
ir quitando hojas de un calendario como quien se desprende de su vida esperando
que el mañana nos sonría mejor. «Carpe diem».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia