La conversión
personal es cuestión de un instante, pero la santidad a la que estamos llamados
es tarea que nos ocupa toda la vida
También es cierto que los
avances tecnológicos junto con el dinamismo que trae consigo la vida misma han
transformado, de alguna forma, nuestra manera de actuar e incluso nos
atreveríamos a decir que nuestra forma de pensar, pues evidentemente estamos sometidos
a ese vaivén que, en mayor o menor medida, agita nuestro entorno.
No obstante, para
quienes libre y conscientemente hemos abrazado la fe en Cristo Jesús, tenemos
que esforzarnos por gozar en todo momento y lugar del beneficio de su
paz.
Necesitamos abrazar esa paz
para ponderar y meditar las cosas que nos acaecen en lo más hondo de nuestro
corazón, mirando a Santa María, la madre de Dios, como hijos pequeños y tan
necesitados que buscan su auxilio y su protección, por ser ella el modelo más
excelso de la gracia.
Por experiencia sabemos
sobradamente que la conversión personal es cuestión de un
instante, pero la santidad a la que estamos llamados es tarea que nos
ocupa toda la vida.
Así las cosas, debemos emplearnos a fondo con todos los medios y en todas las jornadas de nuestra existencia para dar cumplimiento a este mandato evangélico:
"Sean, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre Dios que está en los cielos es perfecto"
(Mt. 5, 48)
Dado que de él se desprende
que nuestro obrar debe ser autentico, de una pieza, sin doblez, coherente con
nuestras creencias y convicciones, sin temer al qué dirán, e incluso remando
contra corriente si fuera necesario.
Tengamos en cuenta que el
Evangelio (que es palabra de Dios) y la doctrina que nos proporciona el Magisterio
de la Santa Madre Iglesia son la savia que nutre nuestra vida espiritual, la
cual va inseparablemente unida a nuestra vida humanamente cotidiana, sea en el
trabajo, en la familia, en el ocio adecuado y, cómo no, en la vida de piedad.
Desde esta perspectiva, como
católicos responsables que un día decidimos voluntariamente seguir a
Cristo, no podemos conformarnos con una entrega minimalista y rutinaria, un
tanto superficial, como quienes quieren cubrir su expediente justificando
así el contenido de sus actos.
A tal efecto, sabido es que
la vida espiritual es como un plano inclinado en el que o se avanza o
irremediablemente se desciende, y a veces hasta tal punto que el alma se enfría
tanto que deja de amar.
Por tal motivo, en la lucha
ascética no sirven las medias tintas, ni los razonamientos vagos,
ni las especulaciones baratas.
Desde que nacimos a la vida
de la gracia por medio del bautismo, nos jugamos mucho en esta efímera vida
terrenal llena de oportunidades para merecer día a día y a cada instante los
bienes necesarios para alcanzar el cielo.
Nuestra misión y nuestro
compromiso consisten en identificarnos con Cristo, ser otros
Cristos, los mismos Cristos, una laboriosa y heroica tarea a la que todos
estamos llamados sin excepción.
Y para amar a
Cristo no hay otro camino que tratarle para llegar a conocerle, y de
esta forma cobijarle en nuestro interior para que presida nuestro obrar. Por
ello tenemos la oportunidad de participar de los medios que pone a nuestro
alcance la Iglesia como remedio para nuestra salvación eterna.
Con todo, debemos
ser almas de oración continua, en medio del trabajo, hablando con nuestras
amistades, al lado de nuestra familia, haciendo de la vida cotidiana
aparentemente sin brillo una sinfonía espiritual exultante.
Desde hace dos mil años
Jesús nos espera en el Sagrario, para contarle nuestras cosas, lo que va y lo
que no funciona. También nos espera en la Eucaristía, para que
comulguemos frecuentemente y mantener el latido contemplativo saludable.
Asimismo lo encontramos en
el sacramento de la reconciliación, pidiéndole perdón por nuestras
faltas, animados por su infinita misericordia.
Por consiguiente, no
podemos seguir a Jesús unos instantes únicamente los domingos, quizá
buscando la misa más corta y orquestada para que nos sea más "amena",
sin caer en la cuenta de que el Sacrificio del Altar es el centro y razón de
nuestra vida cristiana.
Y porque Jesucristo habita
en nosotros le debemos la más alta consideración, pues sin Él nada podemos
hacer.
Meditemos por un instante cuántos
minutos dedicamos al día en leer el Evangelio, en leer algún libro de lectura
espiritual, en leer documentos provenientes del Vaticano, o en estar informados
de las últimas noticias acerca del Santo Padre. Examinemos también cuánto
tiempo empleamos en nuestro apostolado, o en hacer obras de caridad.
No podemos excusarnos
diciendo que no tenemos tiempo, aunque esa sea la verdad, porque el Señor sí
que tuvo tiempo para redimirnos en la Cruz, obedeciendo en todo al Padre.
Seamos consecuentes al
sabernos hijos de Dios, pues Él se desvela por todos nosotros en quienes desde
la eternidad piensa el momento justo en que debemos aparecer en escena.
Nuestra gratitud por todo
lo que recibimos y por aquello que no poseemos, debe reflejarse
permanentemente a lo largo de nuestro recorrido, y una forma tangible
de llevarlo a cabo, no solamente los domingos, es demostrando que somos
verdaderos hijos de un mismo Padre en cada momento de nuestras vidas.
Por: Vicente Franco Gil
Fuente:
ForumLibertas.com