LA VIRTUD DE LA CARIDAD
II. Cualidades
de esta virtud.
III. La caridad
perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.
“En aquel tiempo,
comenzó Jesús a decir en la sinagoga: - «Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír.» Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las
palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: - «¿No es éste el hijo
de José?» Y Jesús les dijo: - «Sin duda me recitaréis aquel refrán:
"Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que
hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: - «Os aseguro que ningún
profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel habla muchas
viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis
meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas
fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y
muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo,
ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.» Al oír esto, todos en
la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo
hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de
despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba” (Lucas
4,21-30).
I. La Segunda lectura de la
Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas
de las Cartas de San Pablo. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla
hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el
mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo
lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis. Con la
ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos
somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo.
La
virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un
mero humanitarismo. «Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental,
tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los
otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con
el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando
que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo».
Nuestro
Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo,
señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos. Es el
amor divino -como yo os he amado- la medida del amor que debemos tener a los
demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros
corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por
la gracia.
La
caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del
vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo,
la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la
tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más
profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las
virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que
así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Sin
ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas
obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas
dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad -nos lo dice el Apóstol-, de
poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos
doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de
quienes acompañaban a Jesús -gente que ignora la ley-, pero su ciencia quedó
sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de
ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.
La
falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también
de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y
despierta. Solamente la caridad -amor a Dios, y al prójimo por Dios- nos
prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida
en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios
-enseña San Juan-, porque Dios es amor.
También
la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es imposible
alcanzar aquello que no se ama»; y todas las obras son baldías sin la caridad,
aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los
bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me
aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.
Hoy
podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si
tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables,
si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro
alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el
contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de
misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad
cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos
por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se
manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de
nuestro vivir diario.
II. San Pablo nos señala
las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la
caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero
soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu
desabrido.
La
paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la
paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el
mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la
importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento
oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará
en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón
de esas personas.
La
paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a
Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira; imitamos a
Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, «condescendió con ellos
para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos
más graves».
La
caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La
benignidad sólo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe
ser para los demás.
La
caridad a no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien
ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de
pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso
y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es
la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre
hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la
llama «madre del odio».
La
caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones
contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues
sólo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y
preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y
de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido
previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir.
También
de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. «El
horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El
orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus
virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama
tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos».
La
caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno
mismo: da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y
esto le basta. No sólo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia,
sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.
La
caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo
lo excusa. No sólo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el
ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las
muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera,
todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es
mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca
esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la
caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos
debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.
III. La caridad no termina
jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará
anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres
virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad.
Estas
tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque
tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el
Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la
posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; a quién la tierra
es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto
ininterrumpido de caridad.
Esforzaos
por alcanzar la caridad, nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal
mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos
discípulos de Cristo; es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo
a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad,
tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento,
ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar
un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia
o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc.
Podemos
hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no
sólo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor
con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Cuando
crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más
fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la
caridad: «tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más».
Si
acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a
los demás, pues es Maestra de caridad. «La inmensa caridad de María por la humanidad
hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor
más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)». Nuestra Madre
Santa María también se entregó por nosotros.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org