FORMACIÓN
DOCTRINAL
Dominio público |
Yo
también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he
resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las
enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama
se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.
Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su
costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el
Libro del Profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba
escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha
enviado para dar la Buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la
libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para
anunciar el año de gracia del Señor»
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: -Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lucas 1,1-4; 4,14-21).
I. La Primera lectura de la
Misa nos narra con gran emotividad la vuelta a Judea del pueblo elegido,
después de tantos años de destierro en Babilonia. En suelo judío, un sacerdote,
Esdras, explica al pueblo el contenido de la Ley que habían olvidado en
aquellos años pasados en "tierra extraña". Leyó el libro sagrado
desde el amanecer hasta el medio día, y todos, de pie, seguían atentamente las
enseñanzas, y el pueblo entero lloraba. Es un llanto en el que se mezclan la
alegría por reconocer de nuevo la Ley de Dios, y la tristeza, porque su
anterior olvido de la Ley les acarreó el destierro.
Cuando nos congregamos para
participar en la Santa Misa escuchamos de pie, en actitud de vigilancia, la
Buena Nueva que siempre nos trae el Evangelio. Hemos de oírlo con una
disposición atenta, humilde y agradecida, porque sabemos que el Señor se dirige
a cada uno en particular. "Nosotros -escribía San Agustín- debemos oír el
Evangelio como si el Señores tuviera presente y nos hablase. No debemos decir:
"felices aquellos que pudieron verle". Porque muchos de los que le
vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron creyeron en Él. Las
mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron y se guardaron y
conservaron para nosotros".
Sólo se ama a quien se
conoce; por eso, muchos cristianos dedican además, cada día, unos minutos a
leer y meditar el Santo Evangelio, que nos conduce como de la mano al
conocimiento y a la contemplación de Jesucristo. Nos enseña a verlo como lo
vieron los Apóstoles, a observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus
palabras llenas siempre de sabiduría y autoridad; nos lo muestra compasivo ante
la desgracia en unas ocasiones, santamente enfadado en otras, comprensivo con
los pecadores, firme ante los fariseos falsificadores de la religión, lleno de
paciencia con aquellos discípulos que no entienden muchas veces el sentido de
sus palabras...
Nos sería muy difícil amar a
Jesucristo, conocerle de verdad, si no escucháramos frecuentemente la Palabra
de Dios, si no leyéramos con atención, cada día, el Santo Evangelio. Esa
lectura -quizá unos pocos minutos- alimenta nuestra piedad.
Al terminar el sacerdote
cada una de las lecturas de la Sagrada Escritura, dice: Palabra de Dios. Y
todos los fieles contestan: ¡Te alabamos, Señor! Y ¿cómo le alabamos? El Señor
no se contenta con nuestras palabras: quiere también una alabanza con obras. No
podemos arriesgarnos a olvidar la ley de Dios, a que las enseñanzas de la
Iglesia queden en nosotros como verdades difusas e inoperantes, o conocidas
sólo superficialmente; eso supondría para nuestra vida un destierro mucho más
amargo que el de Babilonia. El gran enemigo de Dios en el mundo es la
ignorancia, "que es causa y como raíz de todos los males que envenenan los
pueblos y perturban a muchas almas".
Y sabemos bien que el mal
que afecta a gran número de cristianos es la falta de formación doctrinal. Es
más, muchos están inficionados del error, enfermedad más grave que la misma
ignorancia. ¡Qué pena si nosotros, por falta de la necesaria doctrina, no
supiéramos darles a conocer a Cristo y la luz necesaria para que comprendan sus
enseñanzas!
II. En la Misa de hoy leemos el
comienzo del Evangelio de San Lucas, quien nos dice que ha resuelto poner por
escrito la vida de Cristo para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que
hemos recibido. La obligación de conocer con profundidad la doctrina de Jesús,
cada uno según las circunstancias de su vida, atañe a todos y dura mientras
continúe nuestro caminar sobre la tierra. "El crecimiento de la fe y de la
vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita un
esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este
esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de
nuestra vida.
A partir de esta estima nace
el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el
seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de
cada día". Nunca hemos de considerarnos con la suficiente formación, nunca
deberemos conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas
que hayamos adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada. En
la vida profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos
profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre
están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano. También a la
formación doctrinal se le puede aplicar aquella sentencia de San Agustín:
"¿Dijiste basta? Pereciste".
La calidad del instrumento
-eso somos todos: instrumentos en manos de Dios- puede mejorar, desarrollar
nuevas posibilidades. Cada día podemos amar un poco más y ser más ejemplares.
Esto no lo conseguiremos si nuestro entendimiento no recibe continuamente el
alimento de la sana doctrina. "No sé cuántas veces me han dicho -comenta
un autor de nuestros días- que un anciano irlandés que no sepa más que rezar el
Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que
así sea; y, por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único
motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese
motivo no me convence; ni a mí ni a él.
No le convencería a él,
porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al
Santísimo que he conocido (...) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe.
No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante
puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud.
Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de anunciar correctamente la
doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba de amor. Sin
embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor".
La llamada "fe del
carbonero" (lo creo todo, aunque no sepa qué es) no es suficiente para el
cristiano que, en medio del mundo, encuentra cada día confusión y falta de luz
en cuanto a la doctrina de Jesucristo -la única salvadora- y a los problemas
éticos, nuevos y antiguos, con que se tropieza en el ejercicio de su profesión,
en la vida familiar, en el ambiente en que se desarrolla su vida.
El cristiano debe conocer
bien los argumentos que le permitan contrarrestar los ataques de los enemigos
de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se gana nada con la
intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin poner matices
donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni titubeos).
La "fe del
carbonero" puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la
ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia,
desamor: "frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza", repetía
San Juan Crisóstomo. Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad
poseer un conocimiento preciso y completo de la teología católica. Por eso
"cualquier chico bien instruido en el Catecismo es, sin él sospecharlo, un
auténtico misionero". Con el estudio del Catecismo, verdadero compendio de
la fe, y de las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual,
combatiremos la ignorancia y el error en muchos lugares y en muchas personas,
que podrán hacer frente a tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del
error.
III. La buena formación requiere
tiempo y constancia. La continuidad ayuda a comprender y a incorporar, a hacer
vida propia la doctrina que llega a nuestro entendimiento. Para eso, debemos
procurar, en primer lugar, que los canales estén expeditos y circule por ellos
la sana doctrina: dedicar el interés necesario a nuestra formación, convencidos
de la trascendental importancia que tiene para nosotros cuidar con esmero la
práctica de la lectura espiritual, de acuerdo a un plan bien orientado, de modo
que su contenido deje continuo poso en nuestra alma.
Se ha dicho que para curar a
un enfermo basta ser médico; no es preciso contraer la misma enfermedad. Nadie
debe ser "tan ingenuo como para pensar que, si se quiere tener formación
teológica, es necesario tomarse todo tipo de brebajes..., aunque sean
emponzoñados. Esto es de sentido común, no sólo de sentido sobrenatural, y la
experiencia de cada uno podría corroborarlo con muchos ejemplos". Por este
motivo, pedir consejo en las lecturas de libros es parte importante de la
virtud de la prudencia, de modo muy particular si se trata de libros teológicos
o filosóficos, que pueden afectar esencialmente a nuestra formación y a la
misma fe. ¡Qué importante es acertar en la lectura de un libro! Pero esta
importancia se acrecienta en aquellos libros que específicamente deben estar
destinados a la formación de nuestra alma.
Si somos constantes, si cuidamos
aquellos medios por los que nos llega la buena doctrina (lectura espiritual,
retiros, círculos de estudio, charlas de formación, dirección espiritual...),
nos encontraremos, casi sin darnos cuenta, con una gran riqueza interior que
incorporaremos poco a poco a nuestra vida. Por otra parte, cara a los demás nos
hallaremos, como el labriego, con el cesto de la siembra repleto ante el campo
en barbecho dispuesto a recibir la buena semilla, pues aquello que recibimos es
útil para nuestra alma y para transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando
no se hace fructificar, y el mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere
que sembremos su doctrina.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org