En el evangelio de hoy, leemos el pasaje en que Jesús afirma sin ambigüedad que hay que comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna
Muchos cristianos tenemos a
veces la tentación de rebajar las exigencias del evangelio. Pretendemos
acomodarlo a nuestras entendederas. En su exhortación apostólica Gaudete et
Exultate, el Papa Francisco dice que «se suele reducir y encorsetar el
Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal» (n. 58).
Y añade que
ante las exigencias de Jesús «es mi deber rogar a los cristianos que los
acepten y reciban con sincera apertura, sine glossa, es decir, sin comentario,
sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza» (n. 97).
Desde el comienzo del
cristianismo, los intentos por acomodar el evangelio a la mentalidad de quienes
lo leían, incluyendo a los cristianos, han sido frecuentes. San Pablo tenía que
advertir a sus comunidades de que sólo había un evangelio, y que si alguien,
incluso un ángel del cielo, predicaba otro distinto, se le debía rechazar como
falsificador.
Cuando predicó en Atenas, él mismo sufrió la tentación de callar
lo que llamaría después «la sabiduría de la cruz», pues temió no ser
comprendido por la mentalidad pagana. A pesar de eso, experimentó el fracaso, y
comprendió que no era quién para enmendar la plana a su maestro. Desde entonces
dirá que sólo predica a Cristo y a éste crucificado.
En el evangelio de hoy,
leemos el pasaje en que Jesús afirma sin ambigüedad que hay que comer su cuerpo
y beber su sangre para tener vida eterna. Lo sorprendente de esta afirmación
hace que muchos se echen atrás y dejen de seguir a Jesús, y cuando éste se da
cuenta de que también entre sus discípulos puede empezar la deserción,
pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?». Es Pedro quien responde con
la firmeza de la fe de la que ha sido investido: «Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú
eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).
Sólo desde esta profunda
convicción se pueden aceptar las exigencias del evangelio de Jesús sin
necesidad de recortarlas, acomodarlas o, menos aún, suprimirlas por duras que
parezcan. Jesús podía haber suavizado las condiciones de su seguimiento.
Podía haber dicho que la
eucaristía era un simple símbolo de amistad; que la cruz no era necesaria para
entrar en el Reino, o que el pecado no tenía tanta importancia en la relación
con Dios y con los hombres. Podía, naturalmente, haberse bajado de la cruz y
renunciar también a la humillación de ser juzgado por blasfemo; podía habernos
redimido desde el poder y no desde la encarnación aceptando nuestra carne. Pero
ninguna hipótesis puede alterar el contenido del evangelio ni la necesidad de
seguir a Jesús tal y como él lo exige, puesto que, como dice Pedro, sólo él tiene
palabras de vida eterna.
La clave para entender a
Jesús es, en realidad, «la vida eterna» que nos ofrece. Porque Jesús no ha querido
constituir una comunidad de amigos que se lleven bien dentro de los cánones que
ellos mismos establezcan. Jesús ha constituido una comunidad de quienes aspiran
a salvarse. Y esa comunidad tiene como ley el evangelio y como camino la
fidelidad al Señor que va delante abriendo nuestra inteligencia a la Verdad que
nos trae del Padre.
Por tanto, no se trata de
acomodar la Verdad de Dios a mi corto y pobre entender, sino abrirme a aquel
que me salva. En una carta de Unamuno a un universitario que se desahogaba
porque no quería rebajar sus exigencias de estudio a las pretensiones
superficiales de sus amigos, le decía: «¿Qué no te entienden? Pues que te
estudien o que te dejen; no has de rebajar tu alma a sus entendederas». Si esto
lo dice un sabio a propósito de la ciencia humana, ¡cuánto más podremos decir
de rebajar la verdad evangélica a nuestro corto entendimiento!
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia