Hay algo más importante
que mis dones y fuerzas, que puedo aportar...
Creo en ese Dios que
construye conmigo, porque necesita mis fuerzas, mis talentos, también mis
discapacidades.
Necesita, mucho más que mis
dones y fuerzas, mi sí pobre, vacío de egoísmo, alegre y sencillo. Necesita mi incapacidad de
hacer las cosas bien. Mi discapacidad en el amor.
El
director de la película Campeones, Javier Fresser,
decía: “No
me interesa ya trabajar con personas con capacidades. Las personas con
discapacidad te lo agradecen todo. La mayor discapacidad que conozco es el
ego”.
A
Dios le interesa también mi discapacidad que me hace más humilde,
más pobre y menesteroso. Mucho más que mis capacidades que acrecientan mi ego.
Sólo necesita la pobreza de mi pecado. Es entonces cuando clamo ante Él porque
lo necesito.
Sabe
Dios que soy un discapacitado para el amor. No sé amar bien, y es lo
que más me importa en esta vida. Viene a mí cada día para intentar cambiar mi
corazón y hacerme más niño.
De
los niños es el reino de los cielos. Y yo soy un adulto endurecido que pretende
hacerlo todo a mi manera. Mi ego es muy fuerte.
Es
cierto que no me siento capaz de cambiar el mundo. Y eso que me gustaría. A
veces me desanimo por ello.
No me veo capaz para hacerlo
todo bien y lograr amar a los hombres como Dios me ama a mí. Mis discapacidades son
demasiadas. Tal vez es eso lo que me salva.
No
es mi ego el que importa, ni mis logros, ni mis éxitos. He tocado mi debilidad
con manos temblorosas. He vuelto humillado a Dios suplicando misericordia. Dios
ha reconocido mi pobreza, la ha amado y me ha invitado de nuevo a seguir sus
pasos.
No
soy capaz de amar bien. Pero me da miedo caer en lo que decía el papa
Francisco: “Hay personas que se sienten capaces de un
gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero no saben luchar
por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios deseos”[1].
Mi
herida de amor me hace frágil. Endeble. Necesitado. Busco
un amor infinito que calme mi alma sedienta.
Pero
me doy cuenta de algo importante. No quiero ser un mendigo que vaya por la vida
demandando afecto. Quiero aprender a amar sin buscarme.
Sin ponerme en el centro y dejando que los demás sean el centro de mi vida. Así
es más fácil vivir.
Pero
a veces veo que me da miedo la vida. Me turbo y me da miedo actuar. ¿Tiene
realmente Dios un plan para mí? ¿Quiere algo de mí, me necesita? ¿Qué
espera de mi entrega?.
Me
da miedo fallarle y no estar a la altura. Hacer que desconfíe de mí a causa de
mis fallos. No quiero ser sospechoso para Él, para los hombres.
Me
dan miedo mis pecados y mis errores que me paralizan. No quiero desconfiar de
su amor infinito que me levanta cada día.
A veces desconfío. Me gustaría saber
siempre lo que me conviene hacer. Tener clara la decisión correcta. El plan
perfecto para llegar a la meta. Estar seguro de todo y no dudar de mis pasos.
Hay
personas así, ¡parecen tan seguras! Saben lo que conviene en cada caso. Tienen
los principios claros.
No
se debaten en una lucha eterna por descubrir la verdad. La han descubierto ya,
eso me parece. No les tiembla el pulso. Siempre encuentran la palabra exacta.
Lo definen todo correctamente. Saben con precisión dónde se encuentran ellos.
Tienen bien definidas todas las teorías.
Me
sorprende siempre. No me veo así.
El
otro día leía: “La mayoría va conquistando una fe que es don, pero también
es batalla. Y en momentos de incertidumbre, de cansancio o de rutina, puede
brotar en el corazón del creyente la pregunta:
¿Dónde estás, Dios? ¿Por
qué no nos lo pones más claro? ¿También Tú, Dios nuestro, nos has abandonado?
No me paree que sea peor la situación de estar en una minoría con preguntas que
la de pertenecer a una mayoría acomodada”[2].
Vivo
en una tierra de preguntas y respuestas. De búsquedas y hallazgos. Creo más en
esa fe que es camino.
Una
persona me escribía hace poco desde su experiencia: “No queremos más sacerdotes que hablen
desde el púlpito, inmaculados. Necesitamos pastores humanos que tratan de
imitar a Jesús y que les cuesta igual o más que a cualquiera”.
Me
impresiona pensar que no tengo todas las respuestas que
el mundo me pide. Me gustaría discernir con claridad siempre todos sus deseos.
Responder lo correcto. No lo logro.
Quisiera
saber lo que es mejor para mí, para los que me rodean. Para este mundo enfermo
de raíz. No tengo todas las respuestas. Y me falta paciencia para esperar los
frutos. Quisiera saberlo todo ya. Saber si voy bien o estoy equivocado. Saber
si acierto o me confundo.
Busco
que otros me den respuestas más seguras para no tener yo que ahondar en mi
alma. Pero las que tienen no me calman, no me dan la paz que busco.
Y
sigo caminando en el claroscuro de la vida. Con una certeza sola: Jesús no me
suelta la mano, va conmigo, me sostiene. Y me recuerda que me quiere mucho más de
lo que yo alguna vez haya deseado.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia