DERECHO Y DEBER DE HACER
APOSTOLADO
Dominio público |
II. Rechazar las
excusas que impidan «meternos» en la vida de los demás.
III. Jesús nos envía
ahora como envió a sus discípulos de los comienzos.
“En aquel tiempo, Jesús
y sus discípulos volvieron a Jerusalén y, mientras paseaba por el Templo, se le
acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: «¿Con
qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?».
Jesús les dijo: «Os voy a preguntar una cosa. Respondedme y os diré con qué
autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres?
Respondedme».
Ellos discurrían entre sí: «Si decimos: ‘Del cielo’, dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creísteis?’. Pero, ¿vamos a decir: ‘De los hombres’?». Tenían miedo a la gente; pues todos tenían a Juan por un verdadero profeta. Responden, pues, a Jesús: «No sabemos». Jesús entonces les dice: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto»” (Mc 11,27-33).
I. Se acercaron a Jesús
los sumos sacerdotes y los letrados mientras paseaba por los atrios del Templo
y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante
poder?. Quizá porque no iban dispuestos a escuchar, el Señor acaba dejándoles
sin respuesta.
Pero
nosotros sabemos que Jesucristo es el soberano Señor del universo, y en Él
fueron creadas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las
invisibles... Todo ha sido creado por Él y para Él, y el mismo Cristo
reconcilió a todos los seres consigo, restableciendo la paz por medio de su
sangre derramada en la Cruz. Nada del universo ha quedado fuera de la soberanía
y del influjo pacificador de Cristo. Se me ha dado todo poder... Tiene la plenitud
de la potestad en los cielos y en la tierra: también para evangelizar y llevar
a la salvación a cada pueblo y a cada hombre.
Él
mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los
demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el Cielo, para el que
han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su reino, reino de
verdad y de vida, reino de santidad, reino de justicia y de paz: «somos Cristo
que pasa por el camino de los hombres del mundo», y de Él debemos aprender a
servir y a ayudar a todos, metidos en el entramado de la sociedad. Para poner
la vida al servicio de los demás, los fieles laicos no necesitan otro título
que el de la vocación de cristianos, recibida en el Bautismo. Ya es suficiente
motivo. «El deber y el derecho del laico al apostolado deriva de su misma unión
con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo,
robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el
mismo Señor el que los destina al apostolado». De Él viene el encargo y la
misión.
Tenemos
derecho a meternos en la vida de los demás, porque en todos nosotros corre la
misma vida de Cristo. Y si un miembro cae enfermo, o se encuentra débil, o
quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los
miembros sanos del cuerpo, ya que «todos los hombres son uno en Cristo». Todos,
tan distintos, nos unimos en Cristo, y la caridad se hace entonces condición de
vida. El derecho a influir en la vida de los demás se torna deber gozoso para
cada cristiano, sin que nadie quede excluido, por muy particular que sea su
situación en la vida.
Él, Jesús, «no nos pide permiso para "complicarnos
la vida". Se mete y... ¡ya está!». Y quienes queremos ser sus discípulos
debemos hacer eso mismo con los que nos acompañan en el caminar. Hemos de
aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprenderemos a suscitar
otras que nos den ocasión de acercar a esas almas al Señor: sugiriéndoles la
lectura de un buen libro, dándoles un consejo, hablándoles claramente de la
necesidad de acudir al sacramento de la Confesión; prestándoles un pequeño
servicio.
II. En algún momento
quienes están a nuestro alrededor podrían decirnos también: ¿con qué derecho te
metes en la vida de los demás? ¿quién te ha dado permiso para hablar de Cristo,
de su doctrina, de sus amables exigencias? O quizá somos nosotros mismos
quienes podemos sentir la tentación de preguntarnos: «¿quién me manda a mí
meterme en esto?». Entonces, «habría que contestarte: te lo manda -te lo pide-
el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al
dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38). No concluyas
cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me
resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos
podrían decir lo mismo.
El
ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está
dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen
excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será
estéril». La Iglesia nos anima y nos impulsa a dar a conocer a Cristo, sin
disculpas ni pretextos, con alegría, en todas las edades de la vida. «Los
jóvenes deben convertirse en los primero se inmediatos apóstoles de los
jóvenes, ejerciendo su apostolado entre sus propios compañeros (...). También
los niños tienen su propia actividad apostólica. Según su capacidad, son
testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros». Los jóvenes, los niños, los
ancianos, los enfermos, quienes se encuentran sin trabajo o con una tarea
floreciente..., todos debemos ser apóstoles que dan a conocer a Cristo con el
testimonio de su ejemplo y con su palabra. ¡Qué buenos altavoces tendría Dios
en medio del mundo! Él nos dice a todos: Id al mundo entero y predicad el
Evangelio.... ¡Nos envía el Señor!
El
amor a Cristo nos lleva al amor al prójimo; la vocación que hemos recibido nos
impulsa a pensar en los demás, a no temer los sacrificios que lleva consigo un
amor con obras, pues «no hay señal ni marca que así distinga al cristiano y al
amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la
salvación de las almas». Por eso, el afán de dar a conocer al Maestro es el
indicador que señala la sinceridad de vida del discípulo y la firmeza de su
seguimiento. Si alguna vez advirtiéramos que no nos preocupa la salvación de
las almas, que su lejanía de Dios nos deja indiferentes, que sus necesidades
espirituales no provocan una reacción en nuestra alma, sería señal de que
nuestra caridad se ha enfriado, pues no da calor a quienes están a nuestro
lado. No es el apostolado algo añadido o superpuesto a la actividad normal del
cristiano, que tiene como manifestación natural el interés apostólico por
familiares, colegas, amigos...
III. ¿Con qué autoridad
haces esto?..., le preguntaban aquellos fariseos a Jesús. No es éste el momento
oportuno para revelar de dónde proviene su potestad. Más tarde dará a conocer a
sus discípulos su origen: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra.
La autoridad de Jesús no proviene de los hombres, sino de haber sido
constituido por Dios Padre «heredero universal de todas las cosas (cfr. Heb 1,
2), para ser Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del Pueblo Nuevo y
universal de los hijos de Dios».
De
ese poder participa la Iglesia entera y cada uno de sus miembros. A todos los
cristianos compete esta tarea de proseguir en el mundo la obra de Cristo, pero
de modo especial a aquellos que, además de la vocación recibida en el Bautismo,
han recibido una particular llamada del Señor para seguirle más de cerca. Jesús
nos apremia, pues «los hombres son llamados a la vida eterna. Son llamados a la
salvación. ¿Tenéis conciencia de esto? ¿Tenéis conciencia (...) de que todos
los hombres están llamados a vivir con Dios, y que, sin Él, pierden la clave
del "misterio" de sí mismos?
»Esta
llamada a la salvación nos la trae Cristo. Él tiene para el hombre palabras de
vida eterna (Jn 6, 68); y se dirige al hombre concreto que vive en la tierra.
Se dirige particularmente al hombre que sufre, en el cuerpo o en el alma».
Jesús
nos envía como a aquellos discípulos a quienes hace ir a la aldea vecina en
busca de un borrico que se encontraba atado y en el que todavía no había
montado nadie. Les manda que lo desaten y se lo lleven, pues había de ser la
cabalgadura en la que entraría triunfante en Jerusalén. Y les encargó que si
alguno les preguntaba qué hacían con él, le dijeran que el Señor lo necesitaba.
Actúan
para el Señor y en su nombre. No lo hacen por cuenta propia, ni para obtener
ellos ningún beneficio personal. Fueron aquellos dos y, efectivamente,
encontraron el borrico como les había dicho el Señor. Al desatarlo, sus dueños
les dijeron: ¿Por qué desatáis el borrico? Ellos contestaron: Porque el Señor
lo necesita. Y aquellos discípulos, de quienes no sabemos los nombres pero que
serían amigos fieles del Maestro, cumplieron el encargo y realizaron lo que se
ha de hacer en todo apostolado: Se lo llevaron a Jesús. Al explicar San
Ambrosio este pasaje, pone de manifiesto tres cosas: el mandato de Jesús, el
poder divino con que se lleva a cabo, y el modo ejemplar de vida y de intimidad
con el Maestro de quienes realizan el encargo.
Y
a este comentario añade el Siervo de Dios Mons. Escrivá de Balaguer: «¡Qué
admirablemente se acomodan a los hijos de Dios estas palabras de San Ambrosio!
Habla del borrico atado con el asna, que necesitaba Jesús, para su triunfo, y
comenta: "sólo una orden del Señor podía desatarlo. Lo soltaron las manos
de los Apóstoles. Para un hecho semejante, se requieren un modo de vivir y una
gracia especial. Sé tú también apóstol, para poder librar a los que están
cautivos".
»-Déjame
que te glose de nuevo este texto: ¡cuántas veces, por mandato de Jesús,
habremos de soltar las ligaduras de las almas, porque Él las necesita para su
triunfo! Que sean de apóstol nuestras manos, y nuestras acciones, y nuestra
vida... Entonces Dios nos dará también gracia de apóstol, para romper los
hierros de los encadenados», de tantos como siguen atados mientras el Señor espera.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org