«¿CÓMO VAN A SURGIR VOCACIONES SI LOS CRISTIANOS HAN PERDIDO EL DESEO ÚNICO DE LA VIDA ETERNA?»

Ser cristiano implica renunciar al mundo, recuerda fray Miguel, joven monje benedictino

Fray Miguel Torres canta el «Suscipe» [Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré]
tras leer su profesión solemne.
Hace pocas semanas, en una bella y solemne ceremonia, un joven monje hizo su profesión perpetua como benedictino en la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Fray Miguel Torres cumplirá en julio 25 años y completaba así un recorrido monástico que comenzó como postulante recién cumplida la mayoría de edad, continuó como novicio y con los votos temporales en 2013, y culminó el pasado 5 de mayo. 

Madrileño, antiguo alumno de los colegios Retamar y Highlands en Madrid, estuvo un año perfeccionado su inglés en el Northridge Preparatory School de Chicago, y fue en Estados Unidos donde decidió imprimir a su vida un giro espiritual definitivo. Su padre le remitía allí libros como Historia sencilla de la filosofía, de Rafael Gambra, o Teología y sensatez, de Frank J. Sheed, y en la distancia los comentaban: “Muchas cosas yo no las entendía. Él me lo explicaba y hacía sus reflexiones personales, casi todas de contenido religioso o vital. Sobre todo me transmitió una gran confianza hacia la doctrina que la Iglesia transmite”, nos confía.

El estudio de la fe se convirtió en su interés “totalmente central”, y a su regreso a España la dirección espiritual de un sacerdote de la diócesis de Madrid, Nicolás Álvarez de las Asturias, hizo aflorar en fray Miguel “el deseo de la vida consagrada”, de dedicarse “exclusivamente a Dios”.

-¿Cómo fue ese proceso?

-Con 16 años tomé la resolución de consagrar totalmente mi vida a Dios. Más adelante, con 18 años, esta consagración quedó concretada en la vida monástica propia de un cenobio benedictino, tras un proceso de discernimiento que duró dos años.

-¿A qué dificultades se enfrenta hoy la vocación de un joven?

-En nuestro mundo de hoy, el joven que goza de una fe vivida con sinceridad normalmente no se siente con la obligación de plantearse una consagración especial a Dios, dado que existen pocos llamamientos y estímulos hacia ello, tanto por parte de la sociedad como de la comunidad eclesial. La sociedad secularizada se lo pone muy difícil por el ambiente social alejado de la fe cristiana; la misma falta de vocaciones, la ausencia de estímulos por parte de la Iglesia y la desmedida equiparación de la vida secular y la vida religiosa/consagrada, hacen pensar al joven católico que la consagración es algo propio de personas muy especiales y, por tanto, de escaso número. Le pone en una actitud pasiva frente al llamado vocacional, en la que su disponibilidad queda reducida a no resistirse a recibirla en caso de que se presente con una fuerza notable, casi como si se tratase de un milagro.

-¿Quiere decir que se ahonda en una consagración que ya existe?

-Para todos aquellos jóvenes que se encuentran en esta situación, es necesario que entiendan a qué se compromete un cristiano por el mero hecho de serlo: al mismísimo martirio. El seguidor de Cristo está dispuesto a entregar su propia vida antes que renegar de su fe y de su Salvador. Si tanto vale la fe y la gracia divina para un cristiano, más que su propia vida, las renuncias que implica una consagración religiosa no deberían resultarle tan penosas.

-¿Por qué surge entonces una consagración especial?

-La vida monástica nace en Egipto, cuando, al desaparecer las persecuciones, los cristianos se retiran al desierto para vivir una vida de entrega a Dios, mediante la oración y la penitencia, dado que ya no pueden entregarla mediante el deseado martirio. El martirio debería volver a ser para los cristianos de ahora el ideal de santidad.

-¿Cómo vivir ese ideal cuando no hay riesgo próximo de martirio?

-La vida cristiana en sí conlleva la idea de renuncia y muerte en este mundo, porque el único valor lo haya en la vida eterna y futura, mientras que, al mismo tiempo, sabe que la auténtica felicidad durante el destierro de este mundo se encuentra en el servicio santo de Dios. Por tanto, ¿cómo va a ser fácil que surjan vocaciones en el seno de la Iglesia, si los mismos cristianos, que es de donde precisamente brotan las vocaciones, han perdido el sentido de renuncia de este mundo y el deseo único de la vida eterna? Un cristiano debería valorar el camino de los consejos evangélicos como el mejor y más apropiado para él, debería desearlo para su propia vida, no sólo para algunos pocos. Y si no pudiera abrazarlos por incapacidad, al menos gozarse y bendecir a Dios porque ha hecho a otros más capaces y valientes para emprender este camino más exigente y dichoso al mismo tiempo. En resumen, tres principales cosas impiden que los jóvenes católicos se planteen la vocación religiosa: falta de auténtica fe cristiana, apego a este mundo que pasa, falta de generosidad y amor a Dios.

-Y aquellos que sí se plantean la vocación, ¿qué deben hacer para perseverar en ella?

-Para aquellos que han escuchado con generosidad la llamada de Dios, las dificultades han de vencerse con una intensa vida de oración, humildad, renuncia, vigilancia y entrega a la misión encomendada por su Señor. Señalo especialmente la necesidad de un padre o guía espiritual para el llamado; el cristiano no debe luchar sólo el combate cristiano, menos aún el que escoge el camino estrecho de los consejos evangélicos.

-¿Qué papel atribuye en su vocación a la educación recibida en el hogar?

-La educación cristiana recibida de mis padres tuvo un papel fundamental en mi vida cristiana y en mi vocación. El ejemplo constante y sincero de mi madre en su vida de piedad y en sus obligaciones como madre cristiana me transmitió que Dios y la vida eterna son realmente lo único importante. Mi padre me transmitió que la fe cristiana es la única seguridad real en este mundo, y ha de amarse y conservarse con todo esmero, como si todo dependiera de ello.

-¿Qué pasó durante su estancia en Estados Unidos que le impulsó a entregarse a Dios?

-Fue allí donde yo recibí el gran encuentro con Dios que cambió mi vida. Antes simplemente vivía una fe recibida de mis padres muy apagada y pasiva, con muchas probabilidades de desaparecer. El año que pasé allí tuve la oportunidad de pasar muchos momentos en soledad y silencio, de tal manera que hicieran posible la reflexión y la responsabilidad ante las más importantes decisiones de la vida. También contribuyó mi padre, enviándome libros con buena doctrina cristina que me llevaron a un conocimiento más preciso y profundo de la fe que tenía muy anquilosada. Pero, sobre todo, lo que me cambió fue que aprendí a rezar de verdad.

-¿En qué sentido?

-En la capilla del colegio en el que cursaba los estudios tuve auténticos encuentros personales con Dios mediante la oración mental. Con ello descubrí que Dios es, en definitiva, al único que debemos buscar y servir en esta vida.

-¿Por qué eligió la clausura?

-La clausura debe ser el arquetipo de toda vida consagrada, ya forme parte de una congregación de vida plenamente contemplativa o no. El centro de la vida consagrada es el amor primordial a Dios, y la clausura es el símbolo y el mejor medio para cultivar de manera exclusiva esta vida de búsqueda de Dios. El corazón de todo consagrado debe tener como centro esta vida de unión y amor a sólo Dios, con exclusión de todo afecto a cualquier criatura.

-Pero la “buena prensa” se la llevan las congregaciones de vida activa…

-Ciertamente, el amor al prójimo es irrenunciable y debe practicarse siempre y con total entrega, pero sólo como prolongación del amor a Dios. Quien no ama a Dios, nuestro Padre, Creador y Señor, no amará realmente a ninguno de los otros hombres, ni siquiera a sí mismo. Por tanto, un religioso o consagrado, o incluso un fiel laico, debe primero guardar la clausura de su corazón para sólo Dios, y después entregarse al servicio del prójimo, como efecto del amor de Dios en su corazón.

-¿Cómo es un día corriente en su vida como benedictino?

-“Ora et labora”, reza y trabaja. Este conocido adagio resume brevemente la simplicidad de la vida monástica en un cenobio benedictino.

-¿Cómo transcurre esa vida de oración continua?
-La oración es vivida principalmente mediante la Sagrada Liturgia, en el canto de la Santa Misa y el Oficio Divino (Maitines/Vigilias, Laudes, Horas menores, Vísperas y Completas); estas oraciones comunitarias se reparten en las diversas horas del día. El monje también se dirige a su Señor y Creador mediante la lectura orante de la Sagrada Escritura y de otros textos de la Tradición cristiana, a solas, lo que se suele denominar como Lectio divina.

 -¿Para qué es preciso entonces el “labora”?

-El trabajo llena los otros huecos vacíos en los que no hay oración o se atienden a las necesidades básicas. Como finalidad principal para el monje, el trabajo es un medio de consagrar toda su actividad al servicio divino, sometido a la obediencia del abad y dirigido hacia el bien de toda la comunidad de hermanos; igualmente, el trabajo impide que el monje caiga en la ociosidad, madre de numerosas tentaciones y pecados.

-¿Qué tipo de trabajo es?

-Generalmente, en los monasterios benedictinos existen tres tipos fundamentales de trabajo: el trabajo llamado comúnmente “manual”, cuya finalidad principal es la atención de las necesidades básicas de la comunidad (sacristía, ceremonias, canto, limpieza, cocina, economía, sastrería, lavandería y un largo etcétera); el trabajo más “intelectual” o estudio de las ciencias sagradas, especialmente las más relacionadas con la vida monástica (teología, espiritualidad e historia monásticas, liturgia y ceremonias); por último, las obras de atención al prójimo, especialmente la hospedería monástica, para aquellos que desean retiro espiritual en el monasterio. La nota común a todo tipo de trabajo monástico es la simplicidad o la sencillez, puesto que el negocio laborioso del claustro nunca debe apartar la mente del monje de los años eternos.

-¡Y todo ello, según unas normas que han perdurado mil quinientos años…!

-La Santa Regla escrita y vivida por San Benito es una guía segura y sencilla para alcanzar la salvación y la santidad cristiana. En resumen, la simplicidad o la pureza del corazón es su objetivo. Lo que más santifica es unificar la vida del monje en principios tan simples como la humildad y la obediencia. Este sencillo camino es el medio del monje para alcanzar su destino último, e, igualmente, la perseverancia en el mismo es lo que le hace ahora ser monje.

Carmelo López-Arias

Fuente: ReL