Quiero optar por el bien del otro más que por el
propio, pero luego no es tan sencillo, con mis propias fuerzas imposible
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Pixabay/skalekar1992 |
Cuesta no pensar en el esfuerzo que tengo
que hacer para lograr lo que deseo. Cuesta no imaginar el desgaste que supone
una entrega hasta el final de mis días.
Siempre veo ante mí dos
posibilidades abiertas. Dos caminos. Dos opciones. Puedo
no hacer nada y buscarme a mismo en la comodidad de mi vida. O puedo recorrer
la distancia infinita que me separa del otro, de la meta, de mis sueños.
Son dos formas posibles de vivir
mi vida. Dos estilos radicalmente opuestos.
Me veo a veces tentado por la
comodidad. Y otras veces me seduce la entrega. La generosidad hasta el extremo.
La alegría en el dar sin pensar en recibir nada a cambio.
Quiero
optar por el bien del otro más que por el propio. Sueño con esa entrega radical de mi vida
y sonrío.
Pero luego no es tan sencillo lo
que parece fácil. Me gustaría tener un corazón más grande que el que tengo. Me
impresiona ver con cuánta frecuencia me vuelvo egoísta.
Pienso
sólo en lo que a mí me hace falta.
En lo que yo necesito. Pierdo demasiado tiempo acariciando mis sentimientos. De
frustración, de rabia, de impotencia, de tristeza.
Dejo de mirar fuera de mí para
mirar sólo lo que tengo dentro. Paso por delante del que me necesita y no hago
nada.
Habla así el papa Francisco
sobre la santidad que es caridad: “No podemos plantearnos un ideal de
santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan
alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que
otros sólo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente”[1].
Hablo tanto de dar la vida, de
entregarme hasta el extremo, de amar sin condiciones. Y súbitamente me
encuentro limitado por mi ego que me ata y encadena.
Sólo tengo ojos para mí.
Pienso en el amor de Jesús que
vino para dar su vida por mí. Y yo que soy hijo suyo me parezco a Él muy poco.
Quisiera romper las barreras que
me impiden dar hasta que duela. Llevo tan mal el dolor… Esa espina que se clava
en el alma. Y no me deja ser feliz.
Dicen que seré más feliz cuanto
más dé. Seré más feliz buscando el bien del otro.
Alegrándome con sus victorias. Disfrutando de sus triunfos. Menguando yo para
que el otro crezca. Me cuesta creérmelo.
Me sé de memoria tantas frases
que me hablan de ese amor que libera, de esa entrega que plenifica, de esa vida
que muere como una semilla para dar fruto. He predicado tantas veces de ello.
Me lo he repetido para no olvidarlo.
Pero una y otra vez me doy
cuenta de los límites de mi carne. No sé por qué me sigue doliendo más mi herida que la del
prójimo. Y sigo pensando que mi bien es más importante que el
bien ajeno.
Como una basurilla se mete
dentro del alma esa tendencia tan propia del hombre a buscar su propio bien. Y
me encuentro así encerrado dentro de la prisión de mi egoísmo.
Miro mi vida y busco cómo romper
las barreras, cómo hacer saltar las puertas, como reventar los diques.
Tal vez no lo logre nunca si lo
intento desde dentro. Yo con mis fuerzas no puedo, soy débil. Necesito
un fuego que me rompa. Un viento que sople sobre mi casa. Una
fuerza que empuje más fuerte que mis resistencias.
Necesito a Dios que venga sobre
mi vida para hacer añicos mis defensas. De golpe. O poco a poco. No me importa. Sólo
quiero ser más libre de estar yo bien. Y querer no sé cómo que
los otros estén mejor que yo.
Como escuchaba el otro día
hablando del matrimonio: “Amar de forma inmadura es querer al otro
para usarlo, amar bien es querer el bien del otro. Amar en el matrimonio es
desear ser uno mismo el bien del otro”.
Quiero dejar de preocuparme de
mi tristeza. Para sembrar alegrías a mi alrededor. Que no me importe tanto si
Dios hace en mí milagros. Y me alegre de los milagros ocultos que veo realizar
en otros.
Que desaparezca la envidia de mi
alma enferma. Que deje de compararme con los que están mejor que yo. Que son
muchos. Y piense mejor cuál es el bien que puedo hacer y que lo haga.
Sé que esos milagros pueden
doler un poco. Hasta que mi amor propio deja de tener tanta fuerza en mí. Y
logro empezar a mirar fuera de mí al que más sufre.
Así me enseña María cuando me
acerco a Ella pidiendo ayuda y consejo. Ella supo negarse a sí misma para que
Dios creciera en Ella.
Y volcó su mirada compasivamente
en el que más sufría a su lado, sufriendo al mismo tiempo Ella. Desde
su dolor más hondo acarició con sus manos el dolor de los hombres que la
necesitaban.
Así quiero amar yo. Consolando.
Quiero aprender a amar con ternura.
Comenta el papa Francisco: “La
ternura es una manifestación de este amor que se libera del deseo de la
posesión egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y
con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad”[2].
Un amor así parece imposible. Un
amor vencedor de egoísmos. Un amor descentrado y centrado sólo
en el que más necesita. Un amor así es obra de Dios. Vence mis miedos, rompe
mis cadenas.
Quiero aprender a amar en los
detalles. Respetando, cuidando, la vida que se me confía. Sin retener. Sin
querer cambiar a quien amo. Un amor libre que libera. Un
amor alegre que alegra. Quiero ser fiel al amor que Dios ha sembrado en mi
alma.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia