La santidad se alcanza no escalando peldaños a
golpe de fuerza sino dejando que Dios me lleve sobre sus alas más allá de lo
que sueño
A veces resulta que me gusta que me salgan
las cosas perfectas. No a medias. No mal hechas. El deseo de perfección es como
una droga que me domina.
No quiero cometer errores. No
quiero tener olvidos. Me gusta estar en todo. Cumplir con todo. Es
por eso quizás que me consume la ansiedad.
Y siento que todos tironean y exigen.
Y yo cumplo.
O lo intento. O soy yo el que a veces más me exijo, casi sin darme cuenta.
Quiero
que todo me salga bien.
Quiero los frutos de la semilla sembrada que muere y da vida. Quiero ver el
edificio completo nada más haber comenzado la obra. No sólo bien, sino rápido.
Todo bien y todo rápido. Parece
el lema de este tiempo. De esta sociedad en la que me confundo. Esta sociedad
que me exige rigurosidad, profesionalidad, perfección, eficiencia.
Y detrás de todo ello el esfuerzo
y las renuncias. Todo por conseguir una meta que parece casi
inalcanzable.
Miro a Dios y proyecto en Él los
mismos deseos que yo cargo sobre mis hombros. Pienso que Dios me exige una santidad de
perfección. Sin errores, ni caídas.
Una vida religiosa de guante
blanco, de cuello blanco. Impoluto, aseado. Una fidelidad de mármol,
inamovible. Que resplandezca bajo los rayos de sol.
Y me angustia pensar que mis pecados
acaban con la perfección. Una y otra vez tropiezo con el obstáculo, con la
barrera, con el muro de mis límites. No puedo hacerlo mejor, me lo creo.
Decía Christian Bobin: “La
santidad tiene tan poco que ver con la perfección, que es absolutamente lo
contrario. La perfección es la viciada hermana menor de la muerte. La santidad
es el fuerte sabor de la vida como es, una capacidad infantil de alegrarse por
lo que es, sin preguntar nada más”.
Un anhelo de santidad que tiene
que ver más con la sonrisa traviesa de un niño que con el color blanco sin
manchas de un adulto estresado. Más con la aceptación agradecida de la vida que
con el esfuerzo endiablado por hacerlo todo bien.
Me gustan las palabras del papa
Francisco hablando hace unos días de la santidad en la exhortación Gaudete
et Exsultate: “Todos estamos llamados a ser santos
viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada
día, allí donde cada uno se encuentra”.
Una santidad de lo ordinario, de
lo cotidiano: “Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de
aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios,
o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad”.
Una santidad oculta que no llama
la atención, que no destaca.
Cuando ahondo en la vida de las
personas, cuando conozco las almas, las vidas ocultas que no se ven por fuera,
cuando camino por las calzadas misteriosas de los hombres, allí descubro una
santidad luminosa.
Porque me encuentro con la
santidad del hombre feliz que hace a otros felices. Del
servicio alegre y desinteresado. De la entrega callada que vive del amor
sencillo.
Lo que no se ve. Lo que de
verdad importa: “Aprovecho las ocasiones que se presentan cada día para
realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria”. La
santidad de lo ordinario es la que me cautiva. No es la de las grandes gestas.
No se trata entonces de que todo
me salga bien. Ni siquiera de cumplir con todas las normas de forma perfecta,
sin manchas. Sé que no va a ser posible aunque lo intente. Lo decido, no me
angustio. No pierdo la paz.
Añade el papa Francisco: “No
todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace
es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida,
su camino entero de santificación, esa figura que refleja
algo de Jesucristo y
que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su
persona”.
Prefiero los santos felices y
despreocupados. Que tienen una infinita confianza en Dios y
no se desaniman cuando las cosas no salen como esperaban.
Ven a Dios oculto en la cruz.
Distinguen su abrazo en medio de su dolor. Confían en su poder cuando fallan
sus fuerzas. Ven la luz en la noche. Y la paz que calma las olas de su mar
revuelto. No se turban en exceso. Y se dejan hacer a imagen de Cristo.
Por eso me gusta lo que
comentaba una persona a la que acababan de robar algo muy valioso: “El
ladrón me ha quitado algo que era importante para mi trabajo. Pero no va a
lograr que no sea feliz. No me va a quitar la alegría”.
Esa forma tranquila de responder
a los imponderables es el camino que deseo para mí. Ante las circunstancias
adversas por las que camino quiero vivir confiado. Enamorado de la vida que
vivo. Anclado en el cielo que anhelo.
Una santidad del día a día. No escalando
peldaños a golpe de fuerza. Sino dejando que Dios me lleve sobre sus alas más
allá de lo que sueño.
Quiero reflejar con mi vida
sencilla y pobre algo del amor de Cristo. Torpemente mostrar su rostro. Hacer
visible su mirada. Tocar con sus manos. Abrazar con su fuego. Es lo
que deseo. Es la santidad en la que me dejo hacer por Él.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia