Las catorce estaciones de este Viernes Santo,
comentadas por algunos de los estudiantes romanos que pusieron sus vidas y sus
corazones en sus textos
La
esperanza, esa extraordinaria esperanza que viene de la fe en un Dios que se
hizo hombre y que sufrió hasta sacrificar su vida (como desgraciadamente sucede
todavía con muchas personas en el mundo), es el hilo que parece unir las
meditaciones que prepararon los jóvenes para el Vía Crucis del Viernes Santo
que presidirá el Papa Francisco en el Coliseo.
Esperanza
en una luz que, allá, al final del túnel, después de la Pasión y de la Cruz,
irrumpe el día de la Pascua. No es el optimismo, a veces un poco superficial,
de quien tiende a cancelar las dificultades para poder vivir, sino la
convicción de que no existe ningún drama que no haya sido ya sanado por el
sacrificio de Cristo.
La oscuridad nunca es absoluta; en el universo la luz
siempre tiene la prioridad. No existe mal que no haya sido ya derrotado, no hay
ninguna caricia de amor que no haya sido ya colmada, no hay ninguna ofensa que
no haya sido ya perdonada.
Con
esta mirada, las catorce estaciones dejan ver la alegría de la Resurrección:
una especie de décimo quinta etapa (la que a menudo se añade en nuestras
parroquias para las celebraciones con los chicos, los jóvenes y las familias)
que une todas las meditaciones.
Los
jóvenes autores, catorce estudiantes (11 chicas y 3 chicos; algunos de ellos
incluso son universitarios) de la Escuela preparatoria “Pilo Albertelli” de
Roma, dirigidos por su profesor de religión, Andrea Monda, comentaron con
sencillez los pasajes de los Evangelios de Lucas, Marcos, Juan y algunos del
libro del profeta Isaías. El tono es coloquial y se dirige directamente a
Cristo, «hombre de carne y hueso, con sus fragilidades, con sus miedos», que
afronta la pasión y la muerte. Para los jóvenes, protagonistas del
Sínodo de octubre, el «pío ejercicio» del Viernes Santo representa el
testimonio de una fe vivida cotidianamente, una fe auténtica que
reconoce todas las contradicciones propias de la edad, pero que es capaz de
encarnarse en la vida ordinaria. Para que cada día sea mejor.
Los
autores excavan en su interior con las meditaciones, dejan que surjan preguntas
sobre el sentido de la vida y de la muerte, narran una experiencia cotidiana a
la que le cuesta mantener una coherencia que también quisieran testimoniar
entre sus coetáneos y en la sociedad que tiende a homologar a las personas. «La
multitud, es decir todos, es decir nadie. Oculto en la masa, el hombre
pierde la propia personalidad, es la voz de otras miles de voces. Antes
de renegar de ti, se reniega a sí mismo, dispersando la propia responsabilidad
en la responsabilidad fluctuante de la multitud sin rostro», escribió Valerio
al comentar la condena a muerte, invocando la valentía de levantar la voz
frente a la injusticia, pero con la certeza de tener, como sea, «nuestras
raíces en el Cielo».
Con
estas premisas, el peso de la cruz se convierte en la fidelidad a todo
empeño asumido, la voluntad de ir hasta el fondo, porque la cruz es
«promesa» de que «de toda muerte resurgirá la vida» y de que «en toda oscuridad
resplandecerá la luz». Y María y Margherita no pueden dejar de
exclamar: «Ave o cruz, ¡única esperanza!», con la conciencia, como Caterina
y Agnese, de proceder sí, pero siempre con un equilibrio precario entre errores
y fragilidades, frente a una decisión cotidiana: avanzar o volver a levantarse.
«Lo
que comprendo es que no importa cuántas veces nos caeremos», reflexiona Chiara
en la IX estación. Y concluye, pidiendo «el coraje para seguir
adelante», que siempre se encontrará «la fuerza para llegar al final del
recorrido». A lo largo del camino «son infinitos los encuentros y los
desencuentros», pero «en el encuentro inesperado, en el accidente, en
la sorpresa se esconde la posibilidad de amar, de reconocer lo mejor en el prójimo,
incluso cuando nos parezca diferente». Y, si sucede que incluso
nos abandonan los amigos, «no debemos olvidar que hay un Simón de Cirene listo
para tomar nuestra cruz. No debemos olvidar que no estamos solos, y de esta
consciencia podemos sacar la fuerza para hacernos cargo de la cruz de los que
están a nuestro lado», comentó Chiara en la V estación, pidiendo al
Señor «la fuerza para hacernos cargo de la cruz de quien está al lado
de nosotros».
No
habrá sido fácil para estas jóvenes chicas, todavía lejos de la experiencia de
la maternidad, ponerse en los zapatos de María e imaginar el dolor de una madre
que no acompaña, como escribieron, a sus hijos a la escuela o al doctor, sino a
la muerte. Sin embargo, comprenden sinceramente cuando se grita contra la
injusticia y contra «el peor destino que se pueda esperar para una persona, el
más innatural», para después exclamar dirigiéndose directamente a la Madre:
«Eres resplandeciente incluso en tu tristeza, porque tienes esperanza. Sabes
que el de tu hijo no será un viaje no será solo de ida y sabes, lo sientes,
como solamente las mamás lo sienten, que lo volverás a ver dentro de poco».
Mucho
más inmediata es la actitud de Cecilia, que
contempla la imagen de otra joven mujer, Verónica, que trata de secarle el
rostro a Jesús: «La suya es la fuerza de la ternura. Sus ojos se cruzan por un
instante, el rostro en el rostro del otro». Secar las lágrimas olvidando las
propias, descubrir la inmensidad del dolor oculto en las heridas de las fatigas
de la vida. Demuestra una empatía y una sensibilidad, y sobre todo ese
«no detenerse ante la apariencia, hoy tan importante en nuestra
sociedad de las imágenes». Se trata de un amor incondicional,
incluso frente a «un rostro feo, descuidado, sin maquillaje e imperfecto».
Porque
el amor también es esto, como también es amor el que prefiere usar «palabras
concretas y directas, palabras de verdad», añadió Francisco comentando el
encuentro con las mujeres de Jerusalén: «Estamos acostumbrados a un mucho hecho
de retruécanos, una fría hipocresía vela y filtra lo que queremos decir
verdaderamente; las advertencias se evitan cada vez más, se prefiere abandonar
al otro al proprio destino, sin preocuparse por su bien».
Greta,
para la XI estación, critica una vida hiper-conectada: «Hoy, en el mundo de
internet, estamos tan condicionados por todo lo que circula en la red que a
veces dudo incluso de mis palabras… Veo a mi alrededor y descubro ojos fijos en
las pantallas de los teléfonos, todos ocupados con las redes sociales y
criticando cada error de los demás sin posibilidad de perdón. Hombres que,
atrapados por la ira, gritan que se odian por los motivos más fútiles». «Pero tus palabras son diferentes, son fuertes en tu
debilidad. Tú, que has perdonado, no nutres rencor, has enseñado a ofrecer la
otra mejilla y fuiste más allá, hasta el sacrificio total de tu persona».
La
realidad que interpretan estos chicos en la Pasión de Cristo es la suya, pero
no es una realidad que los lleva a replegarse en sí mismos, sino todo lo contrario.
Así, el joven migrante, «cuerpo destruido que llega a una tierra
demasiado a menudo cruel», es despojado de su ropa, pero en la «grandeza de
la dignidad de Cristo» él también, como cada hombre, conserva esa dignidad que
«nadie nunca podrá cancelar». Y son todas las realidades de dolor y muerte
(ante las que huimos instintivamente, por el «pánico», prefiriendo «ver hacia
otra parte o cerrar los ojos») las que constituyen ese «gran misterio que sigue
interrogándonos e inquietándonos», pero en las que Dante supo apreciar,
«imperfectamente», la «presencia viva y auténtica de Dios con nosotros».
«Esa
humanidad que a menudo olvidamos reconocer en ti y buscar en nosotros mismos y
en los demás, demasiado ocupados con una vida que pisa el acelerador, ciegos y
sordos frente a las dificultades y al dolor ajeno», ese cuerpo que es clavado
en la cruz, según escribe Flavia, cancela toda la tristeza:
«mientras la sombra del sepulcro se extiende sobre tu cuerpo tendido en los
brazos de tu madre, yo te veo y tengo miedo pero no me desespero, tengo
confianza en que la luz, tu luz, volverá a resplandecer».
«Quisiera correr lejos, pero dentro de mí
estás tú: no debo salir a buscarte, porque tocas a mi puerta», añade Marta
hablando sobre la última estación, no sin una oración que invita a volver a uno
mismo «a donde a menudo no se tiene el valor de descender, pero es en esa
interioridad en donde se reconoce su amor: “Tú no ves la superficie, sino que
entras en lo secreto y en lo profundo, desde lo profundo escucha nuestra voz:
haz que podamos, cansados, reposar en ti, reconocer en ti nuestra naturaleza,
ver en el amor de tu rostro durmiente nuestra belleza perdida».
MARIA TERESA PONTARA PEDERIVA
TRENTO
Fuente: Vatican Insider
El Vía Crucis en el Coliseo