Homilía del Papa en la
‘Misa por la integración de los pueblos’
“Iquique
es tierra de sueños, tierra que ha sabido albergar a gente de distintos pueblos
y culturas que han tenido que dejar a los suyos, marcharse”, ha recordado el
Papa. “Busquemos que siga siendo también tierra de hospitalidad”, ha exhortado.
Homilía
del Papa Francisco en la “Misa por la integración de los pueblos”, celebrada en
el Campus de Lobito, en Iquique, al norte de Chile, a las 11:30 horas del
jueves, 18 de enero de 2018, último día del Santo Padre en el país.
Homilía del Papa Francisco
«Este
fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de Caná de
Galilea» (Jn 2, 11).
Así
termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la aparición
pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No podría ser de
otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a la alegría. Desde
el inicio, el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1, 28). Alégrense, le
dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y estéril…;
alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmigo en el
paraíso (cf. Lc 23, 43).
El
mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas para que mi
alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15,11). Una alegría
que se contagia de generación en generación y de la cual somos herederos.
Porque somos cristianos.
¡Cómo
saben ustedes de esto, queridos hermanos del norte chileno! ¡Cómo saben vivir
la fe y la vida en clima de fiesta! Vengo como peregrino a celebrar con ustedes
esta manera hermosa de vivir la fe. Sus fiestas patronales, sus bailes
religiosos —que se prolongan hasta por una semana—, su música, sus vestidos
hacen de esta zona un santuario de piedad y espiritualidad popular. Porque no
es una fiesta que queda encerrada dentro del templo, sino que ustedes logran
vestir a todo el poblado de fiesta. Ustedes saben celebrar cantando y danzando
«la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios. Así
llegan a engendrar actitudes interiores que raramente pueden observarse en el
mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la
cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción»[1]
Cobran vida las palabras del profeta Isaías: «Entonces el desierto será un
vergel y el vergel parecerá un bosque» (32, 15). Esta tierra, abrazada por el
desierto más seco del mundo, logra vestirse de fiesta.
En
este clima de fiesta, el Evangelio nos presenta la acción de María para que la
alegría prevalezca. Ella está atenta a todo lo que pasa a su alrededor y, como
buena Madre, no se queda quieta y así logra darse cuenta de que en la fiesta,
en la alegría compartida, algo estaba pasando: había algo que estaba por
«aguar» la fiesta. Y, acercándose a su Hijo, las únicas palabras que le
escuchamos decir son: «No tienen vino» (Jn2, 3).
Y
así María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales. María
es la Virgen de la Tirana; la Virgen Ayquina en Calama; la Virgen de las Peñas
en Arica, que anda por todos nuestros entuertos familiares, esos que parecen
ahogarnos el corazón para acercarse al oído de Jesús y decirle: mira, «no
tienen vino».
Y
luego no se queda callada, se acerca a los que servían en la fiesta y les dice:
«Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2, 5). María, mujer de pocas palabras,
pero bien concretas, también se acerca a cada uno de nosotros a decirnos tan
sólo: «Hagan todo lo que Él les diga». Y de este modo se desata el primer
milagro de Jesús: hacer sentir a sus amigos que ellos también son parte del
milagro. Porque Cristo «vino a este mundo no para hacer una obra solo, sino con
nosotros –el milagro lo hace con nosotros–, con todos nosotros, para ser la
cabeza de un cuerpo cuyas células vivas somos nosotros, libres y activas»[2]
Así hace el milagro Jesús. Con nosotros.
El
milagro comienza cuando los servidores acercan los barriles con agua que
estaban destinados a la purificación. Así también cada uno de nosotros puede
comenzar el milagro, es más, cada uno de nosotros está invitado a ser parte del
milagro para otros.
Hermanos,
Iquique es tierra de sueños —eso significa el nombre en aymara—; tierra que ha
sabido albergar a gente de distintos pueblos y culturas. Gente que han tenido
que dejar a los suyos, marcharse. Una marcha siempre basada en la esperanza por
obtener una vida mejor, pero sabemos que va siempre acompañada de mochilas
cargadas con miedo e incertidumbre por lo que vendrá.
Iquique
es una zona de inmigrantes que nos recuerda la grandeza de hombres y mujeres;
de familias enteras que, ante la adversidad, no se dan por vencidas y se abren
paso buscando vida. Ellos —especialmente los que tienen que dejar su tierra
porque no encuentran lo mínimo necesario para vivir— son imagen de la Sagrada
Familia que tuvo que atravesar desiertos para poder seguir con vida.
Esta
tierra es tierra de sueños, pero busquemos que siga siendo también tierra de
hospitalidad. Hospitalidad festiva, porque sabemos bien que no hay alegría
cristiana cuando se cierran puertas; no hay alegría cristiana cuando se les
hace sentir a los demás que sobran o que entre nosotros no tienen lugar
(cf. Lc 16, 19-31).
Como
María en Caná, busquemos aprender a estar atentos en nuestras plazas y
poblados, y reconocer a aquellos que tienen la vida «aguada»; que han perdido
—o les han robado— las razones para celebrar; Los tristes de corazón. Y no
tengamos miedo de alzar nuestras voces para decir: «no tienen vino». El clamor
del pueblo de Dios, el clamor del pobre, que tiene forma de oración y ensancha
el corazón y nos enseña a estar atentos. Estemos atentos a todas las
situaciones de injusticia y a las nuevas formas de explotación que exponen a
tantos hermanos a perder la alegría de la fiesta. Estemos atentos frente a la
precarización del trabajo que destruye vidas y hogares. Estemos atentos a los
que se aprovechan de la irregularidad de muchos inmigrantes porque no conocen el
idioma o no tienen los papeles en «regla». Estemos atentos a la falta de techo,
tierra y trabajo de tantas familias. Y como María digamos con fe: no tienen
vino, Señor.
Como
los servidores de la fiesta aportemos lo que tengamos, por poco que parezca. Al
igual que ellos, no tengamos miedo a «dar una mano», y que nuestra solidaridad
y nuestro compromiso con la justicia sean parte del baile o la canción que
podamos entonarle a nuestro Señor. Aprovechemos también a aprender y a dejarnos
impregnar por los valores, la sabiduría y la fe que los inmigrantes traen
consigo. Sin cerrarnos a esas «tinajas» llenas de sabiduría e historia que
traen quienes siguen arribando a estas tierras. No nos privemos de todo lo
bueno que tienen para aportar.
Y
después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando nuestras
comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia, que es alegre y
festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-nosotros, porque hemos
aprendido a hospedarlo en medio de nuestro corazón. Alegría y fiesta contagiosa
que nos lleva a no dejar a nadie fuera del anuncio de esta Buena Nueva; y a
trasmitirle todo lo que hay de nuestra cultura originaria, para enriquecerlo
también con lo nuestro, con nuestras tradiciones, con nuestra sabiduría ancestral,
para que el que viene encuentre sabiduría y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es
agua convertida en vino. Eso es el milagro que hace Jesús.
Que
María, bajo las distintas advocaciones de esta bendecida tierra del norte, siga
susurrando al oído de su Hijo Jesús: «no tienen vino», y en nosotros sigan
haciéndose carne sus palabras: «hagan todo lo que Él les diga».
[1]
Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48.
[2]
San Alberto Hurtado, Meditación Semana Santa
©
Librería Editorial Vaticano
Fuente: Zenit