Este es el contenido de nuestra fiesta, la verdad que celebramos, el
gozo desbordante de quienes saben que Dios nace para vivir y morir con nosotros
y darnos la Vida
Confieso que no me gustan
las felicitaciones de Navidad que silencian el misterio cristiano con un
«felices fiestas». Comprendo que sea así, pues no todos profesan la fe
cristiana ni celebran sus misterios.
Me llama la atención, sin
embargo, que en una sociedad hambrienta de compasión, solidaridad, ternura y
cercanía, no se explote más la esencia de la Navidad: Dios hecho carne para
vivir siempre junto a los hombres.
Podrá creerse o no esta
verdad, pero constituye un patrimonio del espíritu difícil de enajenar. Se ha
hecho viral, diríamos con lenguaje moderno. Y hasta aquellos que no creen,
desearían que fuera verdad.
Dios no ha puesto límites a
su comunicación. No le ha bastado crear el mundo, ha querido vivir en él como
un hombre más —siervo, pastor, amigo, esposo, taumaturgo— y ha venido, en su
Hijo, para consolar a su pueblo, como dice hoy Isaías. No ha querido seguir
hablándonos por profetas, sabios y poetas de Israel, sino que nos ha enviado su
propia Palabra, hecha carne. El Dios inefable, tres veces santo, cuyo nombre
hebreo —Yahwé— no puede ser pronunciado en Israel, ha tomado un nombre nuevo,
Enmanuel, «Dios con nosotros». Se llama Jesús, «Dios salva».
Es cierto que la razón no
llega a abarcar semejante misterio —¿o locura?—, lo cual lo convierte en más
creíble, más acorde a la naturaleza de Dios, que sobrepasa los argumentos de la
razón para provocar la indagación del misterio y, sobre todo, la adoración, que
es la postura más razonable del hombre ante lo inefable. Cuando el hombre se
aproxima a esta verdad, con un corazón limpio, percibe que Dios es el más
prójimo del hombre, su compañero más cercano.
Y entiende las últimas
palabras del evangelio de hoy: «A Dios nadie lo ha visto jamás. Dios Unigénito,
que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». Aquí está la
razón de la grandeza y universalidad de esta fiesta que une el cielo y la
tierra, los ángeles y los hombres, la gloria divina y la paz humana. En sus Rimas,
el gran artista Miguel Ángel Buonarroti dice así: «Mas, ¿qué puedo yo, Señor,
si a mí no vienes con la inefable y acostumbrada cortesía».
Si Dios hubiera venido en el
estrépito de la tormenta, con rayos y fuego, como en el Sinaí; si hubiera
desencadenado la furia de la naturaleza o aplacado la ira del mar, como en
Tiberíades; si hubiera, con bota de hierro y brazo poderoso, aniquilado el mal
como hizo con el faraón; si hubiera exterminado con ira santa a cuantos
corrompen el mundo con sus crímenes innombrables, habríamos creído en él. En
realidad, cuando se dice que Dios no existe, es porque anhelamos un Dios que
actúe en el mundo con la justicia de los hombres y prepotencia de los
poderosos. Pero no.
El Dios cristiano viene a
envolverse en pañales, presagio de los lienzos de su mortaja; viene en la
fragilidad de un niño que gime y necesita ser amamantado; viene a dejarse
agasajar por pastores, magos y, sobre todo, pecadores; viene a convivir,
compadecer, conmorir con las víctimas inocentes de la crueldad del hombre;
viene a ser cordero y comida de arrepentidos que buscan consuelo en el único
que puede perdonar y recrear el mundo; viene con la inefable y acostumbrada
cortesía de quien no impone su ley, se deja besar por un traidor y negar por su
primer vicario en la tierra. Viene solicitando agua a la samaritana, cobijo en
casa de amigos y pecadores, para ofrecerles su cortesía, la amable presencia de quien se llamará, siendo adulto, manso y
humilde de corazón.
Este es el contenido de
nuestra fiesta, la verdad que celebramos, el gozo desbordante de quienes saben
que Dios nace para vivir y morir con nosotros y darnos la Vida. Dios mío, ¿cómo
es posible que cueste tanto decir feliz Navidad?
+ César Franco
Fuente: Diócesis de Segovia