Si los que tenemos que iluminar y dar vida, perdemos la seguridad de que nos basta la gracia de Dios, ¿cómo cumpliremos nuestra misión?
El
tiempo de Adviento, aunque breve, posee una gran densidad espiritual.
Podríamos decir que concentra las esperanzas de todos los hombres de
la historia —pasadas, presentes y futuras— y las convierte en una intensa
súplica al Dios que no defrauda.
También
las esperanzas de los no creyentes, porque, aunque les falte fe, la esperanza
siempre late en su corazón. Es un crimen arrebatar del corazón del hombre
la esperanza por diminuta que sea. La esperanza de ser amado, de cambiar
a mejor, de trasformar el mundo, de una vida más allá de la muerte.
En Evangelii
Gaudium, el Papa Francisco dice que los males de este mundo no deberían
disminuir nuestro fervor y entrega. Más aún: afirma que deberíamos
considerarlos como desafíos para crecer. ¡Hermosa actitud! Sobran
profetas de calamidades, pájaros de mal agüero, «pesimistas quejosos
y desencantados con cara de vinagre» (EG 84).
El
cristiano no es un optimista ingenuo, que se hace ilusiones con el cambio
de las estructuras de pecado que dominan este mundo, o que cierra los
ojos ante las injusticias que hacen de este mundo una casa poco habitable.
El realismo de la fe nos sitúa con los pies en el suelo: nos descubre el
mal fuera y dentro de nosotros, pero nos anima a la lucha sin dar por
inevitable la derrota. El que comienza la lucha sin confiar, dice Francisco,
«perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra los talentos» (EG 85).
Juan
Bautista, figura dominante del Adviento, comenzó a predicar en el
desierto. Resulta paradójico: ¡Predicar en el desierto! ¿A quiénes?
¿A las piedras, a los cactus y a las alimañas? No. Predicar a quienes
acudían a él porque no les importaba ir al desierto para escuchar con
más sonoridad la palabra de Dios. Hoy nos toca predicar en lugares donde
se ha producido, según dice el Papa, una «desertificación» espiritual,
«fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o
que destruyen sus raíces cristianas» (EG 86).
En
este desierto es posible predicar porque cuanto más grande sea el vacío,
más grande será la profundidad del anhelo del hombre por llenarse de
verdad y colmar la esperanza que anida en su interior. La clave está en
quienes somos portadores de esperanza, porque el problema no es que
este mundo se haya convertido en un desierto —lleno de soberbios rascacielos—;
el problema más grave es el que señalaba el beato Newman: «el mundo
cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada,
que se convierte en arena». He ahí el problema: si la sal se vuelve insípida,
¿con qué la salarán?, decía el Maestro. Si los que tenemos que iluminar
y dar vida, perdemos la seguridad de que nos basta la gracia de Dios,
¿cómo cumpliremos nuestra misión?.
El
Dios de Jesucristo es el que puede convertir el desierto en un vergel,
el que puede hacer fecundos los senos estériles, el que es capaz de resucitar
a los muertos. Es el Dios creador y restaurador, al que invocamos en Adviento
para que venga. Pero ya vino y no ha dejado de estar con nosotros, dándonos
signos de su poder y misericordia. ¿Creemos o no? ¿Esperamos en su omnipotencia,
aunque se muestre en los gemidos de un niño? Benedicto XVI decía que
también «en el desierto se necesitan personas de fe que, con su propia
vida, indiquen el camino a la Tierra prometida y de esta forma mantengan
viva la esperanza».
A
estas personas, el Papa Francisco las llama «personas-cántaros» que
dan de beber a los demás. Y añade este breve comentario: «A veces el
cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la
cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua
viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!»
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente:
Diócesis de Segovia