El Papa a la comunidad de
la Universidad Católica Portuguesa
"Cuando
el ser humano se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las
necesidades inmediatas, del egoísmo, su libertad se enferma": lo afirmó
el Papa Francisco en el discurso a la comunidad de la Universidad
Católica Portuguesa, recibida en audiencia en la mañana de este jueves 26 de
octubre, en ocasión del 50° aniversario de fundación.
Gran Canciller, Rectora
Magnífica,
queridos profesores y alumnos,
hermanos y hermanas:
queridos profesores y alumnos,
hermanos y hermanas:
Ante
la imposibilidad para mí de visitar la sede central de vuestra Universidad,
durante mi peregrinación al Santuario de Fátima en
mayo pasado, decidisteis que una distinguida representación del Ateneo viniera
a visitarme a la Sede de Pedro. Con alegría os acojo y os saludo con afecto.
Agradezco a mi hermano el Cardenal Manuel Clemente el saludo que me ha
dirigido, presentándome las esperanzas y luchas de todos los que hoy —igual que
otros en el pasado— aman, hacen y forman esta comunidad universitaria. Me
congratulo con la Iglesia en Portugal que la quiso, la promueve y la apoya, y
que puede contar así con una lectura en profundidad de los tiempos que corren y
sobre todo con la formación superior de los guías del Pueblo de Dios y de los
líderes que la sociedad necesita. Se cumplen ahora los cincuenta años de
su servicio al crecimiento de la persona y de la comunidad humana: para la
primera, una obra de construcción en tiempos relativamente breves, para la
segunda en cambio, una obra sin fin. ¡Larga vida, pues, a la Universidad
Católica Portuguesa!
1.
Por naturaleza y misión sois universidad, es decir, abrazáis el universo
del saber en su significado humano y divino, para garantizar aquella mirada de
universalidad sin la cual la razón, resignada con modelos parciales, renuncia a
su aspiración más alta: la búsqueda de la verdad. A la vista de la grandeza de
su saber y de su poder, la razón cede ante la presión de los intereses y la
atracción de la utilidad, acabando por reconocerla como su último criterio.
Pero
cuando el ser humano se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las
necesidades inmediatas, del egoísmo, entonces su libertad se enferma. «En este
sentido, [aquel] está desnudo y expuesto frente a su propio poder, que sigue
creciendo, sin tener los elementos para controlarlo. Puede disponer de
mecanismos superficiales, pero podemos sostener que carece de una ética sólida,
una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una
lúcida abnegación» (Enc. Laudato si’, 105). En efecto, la verdad
significa más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad
el conocimiento del bien. La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera.
Es
justo que nos interroguemos: ¿Cómo ayudamos a nuestros alumnos a no mirar un
grado universitario como sinónimo de mayor posición, sinónimo de más dinero o
mayor prestigio social? No son sinónimos. ¿Ayudamos a ver esta preparación como
signo de una mayor responsabilidad ante los problemas de hoy, ante la necesidad
del más pobre, ante el cuidado del medio ambiente? No basta hacer análisis,
descripciones de la realidad; es necesario generar espacios de verdadera
investigación, debates que generen alternativas para los problemas de hoy. Qué
importante es concretar.
2.
Por designio y gracia de Dios, sois universidad católica, una
característica que en nada lesiona a la universidad, más bien al contrario, la
valoriza al máximo; porque si la misión fundamental de toda universidad es «la
constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la
comunicación del saber para el bien de la sociedad» (Juan Pablo II, Cons.
ap. Ex corde Ecclesiae, 30), una institución
académica católica se distingue por la inspiración cristiana de sus miembros y
de sus propias comunidades, ayudándoles a incluir la dimensión moral,
espiritual y religiosa en su investigación y a valorar las conquistas de la
ciencia y la técnica en la perspectiva de la totalidad de la persona humana.
Como
afirma Juan Pablo II, «las ciencias humanas, no obstante todos los
conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de
indicadores decisivos de las normas morales» (Enc. Veritatis splendor, 112). A esto me refería
al hablar de razón equivocada cuando establece como su último criterio la presión
de los intereses y la atracción de lo útil. «El Evangelio es el que revela la
verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y, de esta manera,
instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina […],
les recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer
una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de
vida» (ibíd., 112).
Podría
objetarse que una docencia universitaria de ese tipo saca sus conclusiones de
la fe y, por tanto, no puede pretender que quienes no comparten esta fe acepten
la validez de las mismas. Pero, si bien es cierto que no comparten la fe, sí
que pueden reconocer la razón ética que les viene propuesta. Detrás del docente
católico se encuentra una comunidad creyente, en la que, durante los siglos de
su existencia, maduró una determinada sabiduría de la vida; una comunidad que
guarda en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia ética, que se revela
importante para toda la humanidad. En este sentido, el docente habla no tanto
como representante de una creencia, sino, sobre todo, como testigo de la
validez de una razón ética.
3.
Y por fisonomía y presencia, sois universidad portuguesa. Esto constituye
otro signo de esperanza que la Iglesia ofrece al país, puesto que pone a
disposición de la nación una institución cultural que, teniendo como objetivo
el perfeccionamiento cristiano del hombre, es llamada precisamente a servir la
causa misma del hombre, en la certeza de que —como enseña el Concilio Vaticano
II— «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más
hombre» (Gaudium et spes, 41).
Antes
he aludido a la necesidad de descender a lo concreto; quería recordar aquí el
principio de encarnarse en la piel de nuestro pueblo. Sus preguntas nos
cuestionan; sus batallas, sueños y preocupaciones tienen un valor hermenéutico
que no podemos ignorar, si queremos verdaderamente seguir el principio de la
encarnación. Nuestro Dios escogió este camino: se encarnó en este mundo,
marcado por conflictos, injusticias y violencias, lleno de esperanzas y sueños.
No tenemos otro lugar donde encontrarlo si no es en nuestro mundo concreto, en
vuestro Portugal concreto, en vuestras ciudades y aldeas, en vuestro pueblo.
Allí está Dios salvando.
«En
Portugal, se conservará siempre el dogma de la fe» (Memorias de la Hermana
Lucía, IV, nº 5). Esta es una promesa del Cielo dejada en Fátima hace cien
años, tan consoladora como comprometida, pues sabemos que Dios creó solo al
hombre, pero no quiso salvarlo solo; espera nuestra colaboración. También la
colaboración de la Universidad Católica Portuguesa, nacida hace cincuenta años,
un tiempo vivido bajo el signo de la consagración de la comunidad académica al
Inmaculado Corazón de María. Me ha hecho mucho bien al alma, cuando estuve en
su Santuario, poder unirme a la oración del buen pueblo portugués y de otras
partes. Como entonces os dije, fui allí a «venerar a la Virgen Madre, y para
confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos
vendrá la esperanza y la paz que necesitan» (Homilía, 13 mayo 2017).
Con
esta certeza, que se transforma en deseo de bien para toda la familia que
compone vuestra institución académica: dirigentes, docentes, estudiantes,
personal administrativo y bienhechores, renuevo mis felicitaciones por la fecha
jubilar y bendigo a todos, en sus trabajos e iniciativas. Os acompaño con mis
oraciones y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
Fuente:
Radio Vaticano
