Es la esperanza la que tiene
en pie la vida, la protege, la custodia y la hace crecer
“Hermanos
y hermanas, no estamos solos al combatir contra la desesperación. Si Jesús ha
vencido al mundo, es capaz de vencer en nosotros todo lo que se opone al bien.
Si Dios está con nosotros, nadie nos robará esa virtud de la cual tenemos
absolutamente necesidad para vivir”, con estas palabras de aliento el Papa
Francisco reflexionó en la Audiencia General del último miércoles de
septiembre, sobre el tema de los enemigos de la esperanza.
Texto
de la catequesis del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante
este tiempo nosotros estamos hablando de la esperanza; pero hoy quisiera
reflexionar con ustedes sobre los enemigos de la esperanza. Porque la esperanza
tiene sus enemigos: como todo bien en este mundo, tiene sus enemigos.
Y
me ha venido a la mente el antiguo mito del vaso de Pandora: la apertura del
vaso desencadena tantas desgracias para la historia del mundo. Pocos, pero,
recordando la última parte de la historia, que abre una rendija de luz: después
de que todos los males han salido de la boca del vaso, un minúsculo don parece
tomar la revancha ante todo ese mal que se difunde. Pandora, la mujer que tenía
en custodia el vaso, lo entrevé al final: los griegos lo llaman elpìs, que
quiere decir esperanza.
Este
mito nos narra porque es tan importante para la humanidad la esperanza. No es
verdad que “hasta que hay vida, hay esperanza”, como se suele decir. En todo
caso es al contrario: es la esperanza que tiene en pie la vida, la protege, la
custodia y la hace crecer. Si los hombres no hubieran cultivado la esperanza,
si no se hubieran sostenido en esta virtud, no habrían salido jamás de las
cavernas, y no habrían dejado rastros en la historia del mundo. Es lo que más
divino pueda existir en el corazón del hombre.
Un
profeta francés – Charles Péguy – nos ha dejado páginas estupendas sobre la
esperanza (Cfr. El pórtico del misterio de la segunda virtud). Él dice
poéticamente que Dios no se maravilla tanto por la fe de los seres humanos, y
mucho menos por su caridad; sino lo que verdaderamente lo llena de maravilla y
emoción es la esperanza de la gente. «Que esos pobres hijos – escribe – vean
como van las cosas y que crean que irá mejor mañana». La imagen del poeta evoca
los rostros de tanta gente que ha transitado por este mundo – campesinos,
pobres obreros, emigrantes en busca de un futuro mejor – que han luchado
tenazmente no obstante la amargura de un hoy difícil, lleno de tantas pruebas,
animado pero por la confianza que los hijos habrían tenido una vida más justa y
más serena. Luchaban por sus hijos, luchaban en la esperanza.
La
esperanza es el impulso en el corazón de quien parte dejando la casa, la
tierra, a veces familiares y parientes – pienso en los migrantes –, para buscar
una vida mejor, más digna para sí y para sus seres queridos. Y es también el
impulso en el corazón de quien los acoge: el deseo de encontrarse, de
conocerse, de dialogar… La esperanza es el impulso a “compartir el viaje”,
porque el viaje se hace de a dos: los que vienen a nuestra tierra, y nosotros que
vamos hacia sus corazones, para entenderlos, para entender su cultura, su
lengua. Es un viaje de a dos, pero sin esperanza ese viaje no se puede hacer.
La esperanza es el impulso a compartir el viaje de la vida, como nos recuerda
la Campaña de Caritas que hoy inauguramos. ¡Hermanos, no tengamos miedo de
compartir el viaje! ¡No tengamos miedo! ¡No tengamos miedo de compartir la
esperanza!
La
esperanza no es una virtud para gente con el estómago lleno. Es por esto que,
desde siempre, los pobres son los primeros portadores de la esperanza. Y en
este sentido podemos decir que los pobres, también los mendigos, son los
protagonistas de la Historia. Para entrar en el mundo, Dios ha necesitado de
ellos: de José y de María, de los pastores de Belén. En la noche de la primera
Navidad había un mundo que dormía, recostado en tantas certezas adquiridas.
Pero los humildes preparaban en lo escondido la revolución de la bondad. Eran
pobres de todo, alguno emergía un poco sobre el umbral de la supervivencia,
pero eran ricos del bien más precioso que existe en el mundo, es decir, el
deseo de cambio.
A
veces, haber tenido todo de la vida es una adversidad. Piensen en un joven al
cual no le han enseñado la virtud de la espera y de la paciencia, que no ha
tenido que sudar para nada, que ha quemado las etapas y a veinte años “sabe ya
cómo va el mundo”; la ha sido destinada la peor condena: aquella de no desear
más nada. Es esta, la peor condena. Cerrar la puerta a los deseos, a los
sueños. Parece un joven, en cambio está ya cayendo el otoño sobre su corazón.
Son los jóvenes del otoño.
Tener
un alma vacía es el peor obstáculo a la esperanza. Es un riesgo al cual nadie
puede estar excluido; porque ser tentados contra la esperanza puede suceder
también cuando se recorre el camino de la vida cristiana. Los monjes de la
antigüedad habían denunciado uno de los peores enemigos del fervor. Decían así:
ese “demonio del mediodía” que va romper una vida de empeño, justamente cuando
arde en lo alto el sol. Esta tentación nos sorprende cuando menos lo esperamos:
las jornadas se hacen monótonas y aburridas, ningún valor más parece merecer la
fatiga. Esta actitud se llama desidia, que corroe la vida desde dentro hasta
dejarla como un contenedor vacío.
Cuando
esto sucede, el cristiano sabe que esa condición debe ser combatida, jamás
aceptada pasivamente. Dios nos ha creado para la alegría y para la felicidad, y
no para complacernos en pensamientos melancólicos. Es por esto que es
importante cuidar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones de infelicidad,
que seguramente no provienen de Dios. Y allí donde nuestras fuerzas parecieran
débiles y la batalla contra la angustia particularmente dura, podemos siempre
recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir esa oración sencilla, del cual
encontramos rastros también en los Evangelios y que se ha convertido en el
fundamento de tantas tradiciones espirituales cristianas: “¡Señor Jesucristo,
Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi pecador!”. Bella oración. “¡Señor
Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi pecador!”. Esta es una oración
de esperanza, porque me dirijo a Aquel que puede abrir las puertas y resolver
los problemas y hacerme ver el horizonte, el horizonte de la esperanza.
Hermanos
y hermanas, no estamos solos a combatir contra la desesperación. Si Jesús ha
vencido al mundo, es capaz de vencer en nosotros todo lo que se opone al bien.
Si Dios está con nosotros, nadie nos robará esa virtud de la cual tenemos
absolutamente necesidad para vivir. Nadie nos robará la esperanza. ¡Vayamos
adelante!
Traducción
del italiano, Renato Martínez
Radio Vaticano