Tantas veces sufro buscando su querer. ¿Estaré
haciendo lo correcto? ¿Será este el bien que Dios me pide?
Quiero entregar mi vida a
Dios. Que
sea Él quien conduzca mis pasos. Tantas cosas en mi alma no le pertenecen
todavía. Lo sé, son sólo mías.
Por
eso me gustan las palabras que hoy escucho de S. Pablo: Os
exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos
como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y
no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente,
para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le
agrada, lo perfecto.
Quiero
hacer lo bueno, lo agradable, lo perfecto. Quiero renovarme para saber
discernir lo que Dios me pide. Pero es verdad que no me
imagino a Dios sentándose ante el mundo cada mañana y decidiendo en un juego de
azar dónde manda un dolor, una pena, una muerte, o una enfermedad.
No
creo en un Dios que juega así con mi vida y con mis sueños. Lo veo más bien de
pie ante mi vida, conmovido, alegre, sediento de mi amor.
Lo
veo ahí ante mí fiel, firme, acogedor, misericordioso. Atento a mi dolor cuando
sufro y caigo, cuando padezco la soledad, el abandono. Un Dios así es el que me
ha creado y no me deja solo en el camino de la vida. No se desentiende de mí.
Camina a mi paso, a mi lado.
Jesús
mismo conoció el dolor y la cruz en su carne. Y lloró tantas veces ante el
dolor del hombre: En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a
sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y
resucitar al tercer día.
Jesús
padeció el dolor y murió ante los ojos impotentes de quienes le amaban. Y Dios
su Padre se mantuvo a su lado sosteniendo la amargura de la muerte en sus
brazos llenos de vida. Así es ese Dios al que amo, al que sigo.
Por eso necesito aprender a discernir dónde está la voluntad de Dios, dónde
están sus deseos más ocultos.
Leía
el otro día: «La verdadera libertad no significaba otra cosa que dejar
obrar a Dios en el alma sin poner obstáculos; poner por delante la voluntad de
Dios tal y como se me revelaba a través de sus indicaciones, de sus
inspiraciones y de otros medios de que se vale para comunicarlos; y no obrar
por propia iniciativa»[1].
Dejar
vacía mi alma de ataduras para que Dios pueda manifestar libremente en mí sus
más leves deseos e insinuaciones. Quiero ser más libre. Más dispuesto. ¿Qué
quiere Dios de mí? ¿Qué espera?
Tantas veces sufro buscando su
querer. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Será este el bien que Dios me pide? Brota esa pregunta que
puede llegar a atormentar mi alma. ¿Es lo fácil lo que quiere para mí o es lo
que implica más sufrimiento lo que Él desea? ¿La senda amplia que es fácil
recorrer o el camino estrecho y de difícil acceso? No lo sé.
Tantas
veces no comprendo lo que espera de mí. Camino incluso a ciegas. O me dejo
llevar por las costumbres de mi alma. Y grito como gritaba hoy Pedro: «¡No
lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Porque yo como
Pedro temo el dolor y la muerte. No quiero la enfermedad, no deseo la pérdida.
Y grito con sus palabras.
Y
quizás me da miedo escuchar un día la voz de Jesús: Quítate de mi vista, Satanás, que me haces
tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Porque
pienso como los hombres. Soy un hombre como otro cualquiera. Amante
de la vida. Temeroso del sufrimiento. Lleno de sueños y deseos. De proyectos y
anhelos. De apegos y ansias de dar la vida.
Así
es el corazón humano. Grande y al mismo tiempo pequeño. Capaz de lo mejor y de
lo más burdo. Digno de admiración y de desprecio casi al mismo tiempo. La
fragilidad del corazón humano que se hinca de rodillas a pedir perdón. Después
de la caída que teme y trata de evitar. Después de ponerse en camino hacia las
cumbres más altas y fracasar de nuevo en ese intento fatuo de ser invencible.
El corazón humano que se alza altivo al saborear la victoria y se olvida de su
fragilidad en tiempos favorables.
Quiero decirle a Dios cada
mañana que mi vida es suya. Con mi orgullo y mi remordimiento. Quiero repetirle con mis
obras que lo amo, no sólo con la voz débil que pronuncian mis labios. No con
ese sí mío dicho tantas veces en la luz de los pequeños éxitos que me
conmueven. Me gusta pensar que nunca estaré satisfecho con la vida que llevo. Y
cuando así sea será que algo estará mal hecho.
Por
eso me gustan las palabras del P. Kentenich: «Si queremos nadar siempre en la corriente
de vida, si queremos ser marcadamente hombres del mundo sobrenatural, si
esperamos la irrupción divina en nuestra vida personal y en nuestra vida de
Familia, no estaremos nunca satisfechos, hasta el fin de nuestra vida. Por
cierto no se trata de un descontento vacilante, que desanime o paralice, sino
que de una disconformidad como fuerza impulsora para un anhelo que actúa y se
renueva siempre de nuevo. Y si somos hombres de anhelo, en la misma medida
seremos hombres de plenitud»[2].
Sé
muy bien que la medida de mi anhelo será la medida de la gracia que reciba. Que
la medida de mi sueño será la medida de lo que toque un día con mis manos.
No
quiero dejar de soñar con ese sueño grande que me enamora por dentro y enciende
en mí un fuego eterno. Ese sueño santo que es mucho más grande y más imposible
que todas las fuerzas que tengo.
A
veces veo mi corazón vacío. Y no recojo las obras que he soñado. O las obras
que cuento no son las que yo tanto había deseado. Pero sé muy bien que mi
inconformidad no puede desanimarme ni apagar el fuego que arde en mi alma.
Quiero emocionarme al oír el
nombre de Jesús. Cada día, cada mañana. Al releer su historia o volver a escuchar
sus palabras.Quiero sentir que amo más de lo que creo y que siempre de nuevo
estoy dispuesto a hacer lo que Él desea. Porque sé que no soy fuerte, ni
valiente, ni capaz.
Pero
tengo un alma de niño que está dispuesta a aprender de nuevo cada mañana. A descubrir
los deseos más leves de Dios en mi alma y hacerlos obra aunque sea torpemente.
Por
eso me entrego de nuevo a Él, tal como soy. Renovando mi sí a su sueño conmigo.
Insatisfecho con lo logrado. Descontento con lo que ahora toco, porque la meta
todavía brilla ante mi mirada. Inconformista con la vida que llevo porque podía
ser mucho más de Dios. Y mi amor podía ser más grande.
Quiero
vivir así, no contento, no saciado. Porque una vida lograda sólo será la de
aquel que lo ha entregado todo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente: Aleteia