«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?»
Nadie desea arruinar la vida.
Atenta contra el instinto básico de supervivencia y de felicidad. La humanidad
está llena de ejemplos de personas que han dado al traste con su vida, la han
perdido como en un juego de azar, echando todo a una sola carta.
Paradójicamente no son
personas pobres, sin recursos ni posibilidades de éxito. Los parias de este
mundo tienen incluso más recursos para sobrevivir que ciertos beneficiados por
la dicha, que, en la cima de la fama, del poder y del éxito se han derrumbado
como la estatua del libro de Daniel con la cabeza de oro y los pies de barro.
No es ninguna desmesura decir
que la razón de la ruina ha sido siempre la actitud egolátrica de quien se ama
a sí mismo por encima de todo y, desde luego, por encima de Dios. La persona
egocéntrica está llamada a la disolución moral e incluso física.
Los ejemplos de corrupción
de personas que terminan en los tribunales y en la cárcel son el mejor
comentario a las palabras de Jesús en el evangelio de hoy: «¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» La mirada de Cristo no se
detiene en la suerte física de las personas. Jesús se sitúa en el horizonte
final, escatológico, de la vida humana.
Se trata de un horizonte
perdido para muchas personas que lo arriesgan todo pensando en el disfrute de
los bienes temporales, como si ese fuese el fin último de la existencia. En la
catedral de Segovia se exhibe una obra de arte, el llamado árbol de la vida,
que cautiva a los visitantes. En la copa de un árbol los ciudadanos del mundo
banquetean sin cesar. Desconocen que un poco más abajo, la muerte, como un
macabro esqueleto, está a punto de talar el árbol y dar al traste con todo lo
que promete ser felicidad. En el lado opuesto, Jesús está tocando una campana
para evitar el trágico fin de quienes olvidan que el tiempo está a punto de
tragarse todo lo efímero.
Es una advertencia al hombre
que ha perdido el sentido de la trascendencia, del juicio tras la muerte. Esta
escena puede parecer a muchos un asunto de épocas pasadas. Hoy se vive en el carpe diem del tiempo sin Dios, tiempo
en que el hombre se ocupa en «salvar su vida», que, según Cristo, significa
canonizar el egoísmo. Quien vive así vive para la ruina, que comienza cuando
uno sólo vive para sí mismo. Al olvido de Dios, sigue el olvido de los demás,
el olvido de los pobres, y, por último, el olvido de sí mismo, llamado a la
eternidad.
El pecado ha existido
siempre. No hay historia de la humanidad sin pecado. Pero el hombre hasta muy
recientemente lo ha reconocido, lo ha confesado arrepentido y no ha perdido la
conciencia de que un día tendrá que dar cuenta a Dios.
Ahí están las grandes
obras literarias que han expuesto la tensión entre la culpa y el
arrepentimiento, la caída y la redención, el pecado y la gracia. «Obrad bien que Dios es Dios», dice Calderón
de la Barca en su gran «Teatro del Mundo».
El mismo mensaje que el
cuadro de la catedral de Segovia: Cristo ha venido para advertirnos de la ruina
que amenaza al hombre cuando se cree señor de sí mismo, autónomo y
autosuficiente, que puede vivir de espaldas a toda verdad que le recuerde su
finitud, su inconsistencia, su irremediable caminar hacia un juicio que le
pondrá frente a la verdad desnuda de su ser.
Alguien pensará que esto es
predicación para débiles, no para hombres libres y seguros de su destino. Pero
nadie escapa de la muerte. Por eso, cuando Pedro sugiere a Jesús que olvide la
muerte que le espera en la cruz, Jesús le responde con las palabras más duras
que tenemos en sus labios, dichas a un amigo: «Ponte detrás de mí, Satanás, porque tú piensas como los hombres, no como Dios».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
