Esta gracia que otorga a Pedro es gracia para toda la Iglesia porque no termina con él, sino que continúa en sus sucesores
La relación entre Pedro y
Jesús ha quedado definida en el encuentro de Cesarea de Filipo, que narra el
evangelio de este domingo. Jesús se interesa por conocer qué piensa la gente de
él y lo pegunta a sus discípulos.
Las contestaciones son variadas: unos dice
que Juan Bautista, otros que Elías, Jeremías o uno de los profetas. Jesús da un
paso más y pregunta qué piensan de él sus discípulos. La respuesta inmediata
viene de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Esta respuesta sintética no
se contenta con decir lo que algunos sospechaban: Jesús es el Mesías. Añade
algo más: El Hijo de Dios vivo. ¿De dónde viene este segundo nombre? En el
salmo 2 (versículo 7) Dios se dirige al Mesías y le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy
te he engendrado». Pedro, por tanto, confiesa la fe contenida en el salmo, y
une los dos títulos: Mesías e Hijo de Dios.
Ante esta respuesta, Jesús
responde con un elogio de Pedro, llamándolo bienaventurado, porque su confesión
no es el resultado de su saber ni de su indagación intelectual. Es una
«revelación» del Padre del cielo. Por eso es dichoso, porque Dios ha tenido a
bien revelarle el misterio de Jesús. Y en razón de esta revelación, Jesús, en
contrapartida, revela quién es realmente Pedro.
Con gran solemnidad, Jesús
afirma: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino
de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates
en la tierra, quedará desatado en el cielo». No se puede conceder un poder más
grande a un hombre. Se trata de un poder espiritual, que está íntimamente
vinculado a la persona de Cristo. Pedro sólo se entiende desde Cristo, y desde
la fe en él. Por haber recibido la revelación de la verdadera identidad de
Jesús de Nazaret, Pedro es constituido en la roca sobre la cual el Hijo de Dios
edificará su Iglesia.
En sus manos están las
llaves del Reino de los cielos, de manera que lo que Pedro ate y desate en la
tierra tiene su correspondencia exacta en el cielo. Pedro no sustituye de
ninguna manera a Cristo, porque Cristo vive y no tiene sustituto. Pedro no
sucede a Cristo, como algunos erróneamente afirman. Es Vicario de Cristo y goza
de su autoridad para pastorear la Iglesia universal, pero no ocupa el lugar que
sólo corresponde a Cristo. Pedro tiene sucesores, Cristo no.
Sabemos que Pedro, después
de su confesión, tuvo que purificar su fe y su relación con Cristo. Intentó
apartar a Jesús del camino hacia la cruz porque entendió su mesianismo de
manera temporal. En la pasión, lo negó tres veces. Sin embargo, la promesa de
Jesús se mantuvo inalterable: Pedro era la roca que daría a la Iglesia fidelidad,
estabilidad, permanencia.
Una vez resucitado de entre
los muertos, Jesús le confirma como Primado de la Iglesia, no reniega de él y
le confía el cuidado de las ovejas y de los corderos, es decir, de la totalidad
del pueblo de Dios. Y esta gracia que otorga a Pedro es gracia para toda la
Iglesia porque no termina con él, sino que continúa en sus sucesores. Se trata
de una gracia conferida al pueblo de Dios, que recibe en Pedro, y ahora en el
Papa Francisco, la certeza de la verdad sobre Cristo, la revelación de que
Jesús de Nazaret, es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
A lo largo de la historia de la Iglesia ha habido papas
santos y papas pecadores. Ha habido momentos de esplendor del Papado y momentos
de oscuridad. Sin embargo, en ellos no ha dejado de resonar la primera
confesión de fe de Pedro y la promesa de Cristo de que, gracias a Pedro, el
poder del infierno no podrá derribar la casa de Cristo
edificada sobre roca.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia
