«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la
mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno,
lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2)
La vida del hombre es una constante
elección. Desde que se despierta en la conciencia nuestra capacidad de
discernimiento, estamos abocados a elegir.
La personalidad se configura
progresivamente por este doble movimiento: discernir y elegir. Es obvio, pues,
que el hombre debe aprender desde niño el arte del discernimiento.
Sólo así podrá elegir lo que más le
conviene para su crecimiento integral como persona y como cristiano. El Papa
Francisco dice que hoy se habla de un «exceso de diagnóstico» que «no siempre
está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables» (EG 50). No
basta, asegura, con una mirada puramente sociológica que pretende abarcar la
realidad social y aplicar una metodología de manera neutra y aséptica.
Francisco quiere ofrecer más bien un discernimiento
evangélico, que define como la mirada del discípulo misionero que se alimenta
con la luz y la fuerza del Espíritu Santo para reconocer la llamada que Dios
nos hace en una determinada situación histórica (50, 154).
Para discernir, por tanto, es preciso acostumbrar
el oído a la Palabra de Dios y reconocer qué nos pide en una situación
concreta. Nadie podrá hacerlo sin asumir el valor supremo que tiene el Reino de
los cielos. A propósito de esto, Jesús utiliza en el evangelio de este domingo
dos parábolas gemelas que tienen un mismo argumento: compara el Reino de los
cielos con un tesoro escondido y una perla preciosa. Quien lo encuentra, no
duda en vender todo para quedarse con el tesoro y la perla.
Es la postura sabia de quien discierne el
valor del hallazgo y pone todas sus capacidades al servicio de su deseo: poseer
tal riqueza. El discernimiento que Jesús presupone en el persona que encuentra
el tesoro o la perla se orienta a la acción, es decir, a elegir lo que debe
hacer para quedarse con el valor descubierto.
En esta elección el hombre se juega su
libertad y su vida. Se entiende, pues,
que Jesús insista en los principios que deben regir nuestras elecciones.
El hombre que quiere edificar una casa debe discernir si tiene medios para
terminarla. El rey que quiere entablar batalla contra otro debe discernir si
tiene un ejército superior al de su contrario. Y Jesús llama sabio a quien
pondera los días de su vida en relación con el término de la misma, no sea que
habiéndose preocupado por almacenar bienes materiales sea pobre ante Dios.
Discernir no es sólo un ejercicio del
entendimiento; conlleva también una decisión de la voluntad. Es la inteligencia
y la voluntad quienes se ponen en juego. Porque si valoro mucho el tesoro o la
perla, pero no me decido a vender todo lo que tengo para adquirirlos, seré un
necio. Como aquel joven rico que, cuando Jesús le invitó a dejar todo por
seguirlo, le faltaron las fuerzas y, dejando de lado a Jesús, se marchó triste.
Era un joven con las ideas claras, desde
niño había discernido el bien del mal y había cumplido los mandamientos, estaba
deseoso de conocer el camino para alcanzar la vida eterna, y cuando ésta se le puso delante en la
persona de Jesús, perdió la oportunidad de su vida: no fue capaz de adquirir el
tesoro que tenía delante. Su libertad no aceptó el reto de la elección que se
le proponía. La tristeza que le invadió cuando se marchaba es el signo del
fracaso. Sólo la elección del bien supremo da satisfacción al hombre que no
está hecho para saciarse de lo que no puede dar la felicidad última.
Lo sabemos bien, pero hay que aprender a
ejercitarse en lo que dice san Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es
la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom
12,2).
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia