Jesús se presenta como el valor supremo del cristiano, frente al cual no existen competencias
Aunque Cristo sea un misterio insondable,
absolutamente único en el panorama de las religiones, se deja conocer a través
de las exigencias que plantea a sus seguidores. Su forma de actuar y enseñar
posee el estilo de una autoridad única, que él presenta como recibida
directamente de Dios.
Sus palabras y gestos se remiten a lo que ha oído y visto
del Padre. Podemos decir que no se sale del guión que ha recibido del Padre
para actuar entre los hombres.
Para seguir a Jesús hay que posponer
todo: la familia, el trabajo, la profesión, los bienes de este mundo. Su
señorío alcanza a toda la existencia de la persona. De ahí el título de «Señor»
que recibe después de resucitar de entre los muertos. Sólo Él puede exigir lo
que nadie se atrevería a pedir.
Los tratados de cristología se preguntan
sobre la causa de estas exigencias de Jesús, formuladas así en el evangelio de
hoy: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, el
que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no
coge su cruz y me sigue no es digno de mí» (Mt 10, 37-38). Estas exigencias
suscitarían en sus oyentes la pregunta: ¿Quién es éste que reclama un amor
único, una entrega total, un seguimiento radical? Naturalmente, como sabio
maestro, Jesús no se contentó con mostrar sus exigencias, sino que las propuso
en el marco de una enseñanza más amplia, que es conocida como predicación del
Reino de Dios.
Desde el inicio de su enseñanza, Jesús ha
proclamado que el Reino de Dios ha comenzado a implantarse en este mundo no
como un reino temporal, sino como la extensión a todos los hombres de la
soberanía del Dios Creador y Señor de la Historia. Dicho reino se ha hecho
presente en la persona de Jesús, cuyos signos salvíficos revelan que Dios viene
para salvar al hombre en su integridad y a todos los hombres. Nada queda fuera
de la influencia de este Reino presente en Cristo. De ahí que haya que tomar
una opción por Cristo hasta el punto de que aceptar o rechazar a Cristo supone
entrar o quedar excluido del Reino. Cuanto el hombre haga por él no quedará sin
recompensa: hasta el vaso de agua fresca dado en su nombre. Quien quiera seguir
a Jesús debe, pues, estar dispuesto a perder la vida por él, a darlo todo,
sencillamente porque él lo da todo por el hombre, y ofrece lo que nadie puede
dar: la vida eterna.
Se comprende así que en las palabras
citadas de Jesús se repite por tres veces el estribillo «no es digno de mí».
Jesús se presenta como el valor supremo del cristiano, frente al cual no existen
competencias. Con esto no se degrada nada: ni las relaciones familiares, ni el
valor de los afectos humanos, ni la importancia de los bienes de la tierra.
Todo adquiere su medida, la de Cristo. Quizás la clave para entender estas
exigencias resida en la última frase de Jesús: «el que no coge su cruz y me
sigue no es digno de mí».
La expresión «coger la cruz» hace sin
duda referencia al hecho histórico de la muerte de Cristo, que subió al Gólgota
cargado con su cruz. Ese gesto de amor único y total al hombre ha condicionado
para siempre la relación con Cristo. Quien ha sido capaz de entregar la vida
por los hombres, redimiéndolos de la esclavitud del pecado y de la muerte, se
ha convertido en el Señor de la vida y puede, por tanto, exigir lo mismo a quienes
quieran participar de su Reino, viviendo ya aquí bajo su señorío. Como decía el
Papa Benedicto XVI, Cristo no nos quita nada, lo da todo. Y esta es la razón
por la que, en una justa, leal y amorosa correspondencia, pueda también
pedirnos que lo demos todo por él. Su única pretensión es reclamar un amor como
el suyo. Pura coherencia.
+ César Franco
Obispo de Segovia