A algunos les incomoda que hablen de la verdad, que
conciencien y organicen a la comunidad...
Quizás a ustedes les ha pasado lo que me pasa a mí cuando visito
alguna de las muchísimas ruinas de templos prehispánicos que se hallan casi en
cualquier punto de nuestro país, por ejemplo, Teotihuacán. Visitar ese lugar me
inspira sentimientos de misticismo, es decir, me acerca a Dios; sobre todo al
pensar que nuestros antepasados dedicaron estos imponentes edificios a sus divinidades.
El paso de los
siglos no les ha quitado su sacralidad, son como un templo que, a pesar de
estar en ruinas y abandonado, no deja de ser templo. Alguna vez he llevado a
algún grupo de jóvenes a Teotihuacán, no sólo de paseo o en plan cultural, sino
para hacer allí un día de retiro espiritual. Allí nos encontramos con Dios
Hay lugares sagrados que imponen sentimientos de encuentro con
Dios,
desde luego nuestros templos, desde una catedral hasta la más humilde y pobre
capillita de nuestra comunidad. Allí está Dios. Es un lugar sagrado.
Personas sagradas
Y lo que pasa con los lugares pasa también con las personas. Yo me
he fijado en el respeto que inspira una religiosa que, llevando su hábito, se sube al metro o
al autobús. La gente sabe que esa mujer es diferente, y su presencia despierta
sonrisas y trato educado y deferente.
Me da gusto ver cómo
muchos sacerdotes, sobre todo entre los más jóvenes, gustan de vestir como
sacerdotes, con ese alzacuello que los distingue y los señala como
ministros sagrados.
Creo que muy pocos
de ellos, o ninguno, ha experimentado alguna agresión por vestir como clérigos
y, en cambio, ha provocado consultas hechas a la carrera, aprovechando la
presencia, hoy inusual, de un sacerdote.
Los primeros que
debemos convencernos de que los sacerdotes son personas sagradas somos los
mismos sacerdotes.
El odio a la fe
Cuentan que, en otros países, sobre todo en Europa, hay gente que
agrede a los sacerdotes en la vía pública y que hasta les lanzan piedras por
las calles.
Son países con un pasado de guerras y revoluciones en las que se identificó a
los sacerdotes con los opresores y con los ricos. Hay un verdadero odio a la
religión, un odio tan grande que se vuelve locura cuando se
destapa la olla y se deja escapar la presión. ¡Cuántos
sacerdotes y monjas asesinados en esas revoluciones!
También nosotros en
México hemos sufrido esas revoluciones y también hemos tenido mártires por odio a la fe; podríamos decir que
todavía entre nosotros hay muchas personas que, por ideología, agreden la
religión, pero que en el trato con un sacerdote se muestran educados.
En un pueblito de
Xochimilco estábamos recibiendo a un nuevo grupo de mayordomos o fiscales que
se encargarían ese año de las fiestas patronales y del cuidado del templo. Se
me acercó una jovencita de la estudiantina, me señaló a un profesor que daría
ese año su servicio a la Iglesia, y me platicó que ese maestro les enseñaba en
clase que Dios no existía. Era ateo y, sin embargo, serviría durante todo un
año a Dios. Así somos los mexicanos. Por cierto, fue un buen fiscal.
¿Por odio a la fe?
Dicen que en este México nuestro hay dos profesiones que son las más
peligrosas: ser periodista y ser sacerdote. Somos el país en donde más sacerdotes se asesinan.
¿Por odio a la fe? No lo creo; los enemigos de la fe, hoy por
hoy, no asesinan.
Pero hay otros que
odian a los sacerdotes porque
hablan de la verdad, y esa verdad les parece incómoda y hasta peligrosa para sus intereses. Los sacerdotes son
incómodos para los criminales en la medida en que conciencian y organizan a la comunidad;
entonces es necesario escarmentarlos o hacerlos desaparecer.
A veces los
sacerdotes son asesinados no por enemigos de la Iglesia, sino por maleantes que
quieren robarlos porque los creen ricos. Vivimos en un
mundo de violencia y esa realidad nos ha alcanzado.
Sucede lo mismo
cuando roban nuestros templos; no hay odio contra Dios, y a lo mejor ni les
importa Dios, lo único que les interesa es la ganancia.
Volver a lo sagrado
Si los sacerdotes queremos volver a contar con el cariño y el
respeto de nuestro pueblo no nos queda más que un solo camino: volver a ser
sacerdotes. Ser los sacerdotes que el pueblo espera y que la Iglesia desea que
seamos. Oler a oveja sin dejar de ser pastores.
Si somos pobres,
parecer pobres, porque si somos ostentosos defraudamos a nuestros feligreses y
alentamos la violencia de los malhechores.
Todavía contamos con
el respeto de muchos y con el aprecio de los que nos tratan más; aspiremos a
ser personas verdaderamente sagradas, servidores de Dios en nuestros hermanos.
Por Sergio Román del Real.
Artículo publicado originalmente por SIAME