La duda humaniza la religión, impidiendo las
incontables formas de fundamentalismos y fanatismos, y también mantiene en el
incrédulo la posibilidad de la fe y de acercarse el creyente
Cuando Joseph Ratzinger escribió su obra Introducción al cristianismo (1969),
dedicó el primer capítulo a la fe y las dificultades para creer.
Son reflexiones sobre las que
ya venía trabajando en los años cincuenta, enseguida de la segunda guerra
mundial y en un tiempo donde el sinsentido prevalecía no solo en las filosofías existencialistas, sino en la propia
conciencia social de un mundo hecho pedazos, donde los mitos modernos ya se
estaban derrumbando.
La ciencia seguía avanzando,
pero la vida humana no estaba necesariamente mejor ni tenía mayores luces sobre
la realidad en su totalidad. Más bien la realidad se volvía cada vez más
compleja, fragmentada, confusa y contradictoria. Son tiempos de incredulidad, no solo respecto a la fe religiosa,
sino al pensamiento en cuanto tal.
En el contexto de la búsqueda
del sentido emerge siempre el tema de la fe como opción, como decisión del
hombre por la totalidad de su existencia. No es el resultado de una ciencia particular
con evidencias lógicas y pruebas irrefutables, sino que es un sí personal que
se pronuncia desde la razón, la libertad y el coraje.
¿Se puede creer en medio de la
duda?
Para Ratzinger, la vivencia de
la fe, entendida en su realidad dinámica y existencial, no es extraña a la
incertidumbre y a la duda, sino que
comprende la confianza en medio de la duda.
¿Qué quiere decir que la fe y
la duda pueden convivir en la misma persona? Esta expresión ha sido
malinterpretada no pocas veces, ya que creer y dudar son opuestos: ¿o creo o
dudo? Si se lo toma literalmente en el sentido de asentimiento del intelecto a
una verdad creída, no se puede asentir y no asentir al mismo tiempo.
Se pueden tener dificultades
para creer, pero eso no significaría dudar. ¿A qué se refiere Ratzinger
entonces? ¿Es una contradicción su planteo?
En su visión antropológica
personalista y existencial, la fe no es para Ratzinger algo estático, adquirido de una vez
para siempre, sino un compromiso cotidiano, una opción libre que se renueva, se
debilita o se fortalece, disminuye o crece, conviviendo con la amenaza de la
incredulidad en los otros y
en uno mismo.
Por ello la fe no exonera al creyente de
los mismos dramas existenciales que vive el incrédulo. En la entraña
misma del acto de fe encontramos la constante amenaza de la incredulidad. El creyente puede realizar su fe “en el océano
de la nada”, de la tentación y de la inseguridad, solo apoyándose en Aquel en
quien libremente puso su confianza.
El creyente siempre está
amenazado por la caída en la nada, no vive sin problemas. Pero libremente
decide confiarse a Dios, sin tenerlo todo asegurado. En este sentido Ratzinger
quiere mostrar la cercanía que hay entre el creyente y el incrédulo para salir de las caricaturas que
solemos hacer del creyente como alguien que jamás se cuestiona nada, o del ateo
que nunca se preguntaría por la posibilidad de la fe.
Del mismo modo que el creyente
no tiene todo asegurado en sus certezas, el incrédulo tampoco tiene la certeza
de que su positivismo le salve y que no haya nada más allá de su seguridad
“científica”, por lo que también vivirá con la incertidumbre de no tener todas
las respuestas.
Por ello creer -o no creer- es
una libre decisión, una postura elegida, que no se deduce de una evidencia o de
un razonamiento, sino que es una decisión previa a toda evidencia. Ya sea para creer que existe Dios, como para creer
que no existe.
“De la misma manera que el creyente se siente continuamente
amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria tentación, así
también la fe será siempre tentación para el no-creyente y amenaza para su
mundo al parecer cerrado de una vez para siempre. En una palabra: nadie puede sustraerse al
dilema del ser humano. Quien quiera escapar de la incertidumbre de la fe caerá en la
incertidumbre de la incredulidad, que jamás podrá afirmar de forma cierta y
definitiva que la fe no sea la verdad. Sólo al rechazar la fe se da
uno cuenta de que es irrechazable”.
En este contexto Ratzinger cita
una historia judía que cuenta Martin Buber en la que un “ilustrado” fue a
buscar al Zaddik para disputar
con él y destruirle sus obsoletos argumentos a favor de la fe. El hombre de fe le respondió que aunque él se
riera de los argumentos de todos aquellos maestros de la Torá con los que había discutido, no obstante “quizá sea verdad”.
Aunque se burle de todos los
sabios de la religión y de sus creencias, quizás Dios exista, quizás sea
cierto. Este “quizá”
para Ratzinger es la tentación del no creyente. Nadie puede esquivar este
“quizá”.
“Tanto el creyente como el
no-creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la fe, siempre y
cuando no se oculten a sí mismos la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse
totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda”.
La incertidumbre es para Ratzinger lo que impide que cada uno se
cierre en lo suyo y pueda convertirse en posibilidad para la comunicación y el
diálogo. La honradez intelectual exige reconocer esta situación existencial.
La duda como fuente de diálogo
y mutua comprensión
En la actualidad otros autores
abocados a la filosofía de la religión afirman que la fe como acto de
confianza, como certeza apoyada en otro, por su propia dinámica existencial, no
es algo estático, sino que siempre se puede ver amenazada por la duda.
La misma duda es un elemento
humanizador de la religión, impidiendo las incontables formas de fundamentalismos y fanatismos
que confunden la fe con irracionalismo ciego. Del mismo modo la duda
mantiene en el incrédulo la posibilidad de la fe y es su posibilidad para
acercarse el creyente.
Para Ratzinger es ley
fundamental de la condición humana “encontrar lo decisivo de su existencia en
la perpetua rivalidad entre la duda y la fe, entre la impugnación y la
certidumbre”. Por lo cual, apunta
que “la duda, que impide que ambos se cierren herméticamente en lo suyo, pueda
convertirse ella misma en un lugar de comunicación. Impide a ambos que se recluyan
en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva al
creyente”.
Así, uno participa en el
destino del otro a través de la duda, porque para el creyente la duda lo acerca
a la experiencia del incrédulo y para el incrédulo la duda es la forma en que
la fe permanece como reto, como pregunta, como desafío.
Así Ratzinger repasa figuras representativas
de la fe cristiana, desde Juan el Bautista hasta Teresa de Lisieux, cuando en
medio de su fe les asaltó la duda, en la cual el incrédulo podría sentirse
comprendido.
Por otra parte, tanto el
creyente como el incrédulo siempre dan un salto más allá de sus certezas
inmediatas. La fe por eso es una ruptura arriesgada, porque siempre implica la
osadía de ver en lo que no se ve, la osadía del salto hacia aquello de lo que
no puedo disponer.
La fe es siempre una decisión
que afecta a la profundidad de la existencia, un cambio continuo al que se
llega mediante una decisión firme y resuelta, llena de libertad y confianza.
Para nuestro autor, el rasgo
más fundamental de la fe cristiana es su carácter personal, porque su enunciado
clave es: “creo en ti”. Entiende así que “la fe, la confianza y el amor
son una misma cosa”.
Esta confianza no nos libra de
pensar y los creyentes vivirán siempre en la oscuridad que crea la oposición
del que no cree. La indiferencia ante la fe parece una burla a la esperanza
creyente. Pero la fe sigue siendo un aguijón en la conciencia de la increencia,
porque “tal vez sea verdad”.
Esto exige de ambas partes una
responsabilidad del pensamiento, de preguntar por la totalidad de lo real, de
no renunciar a las preguntas fundamentales de la existencia humana, que una y
otra vez golpean a la puerta de creyentes y no creyentes.
La fe es la forma con la que el
ser humano se comporta frente a las cuestiones que atañen al conjunto de su
vida y de toda la realidad. Y el cientificismo puede rechazarlas desde el punto
de vista teórico, pero en la práctica nadie puede escapar de estas cuestiones y tendrá
que tomar siempre una decisión al respecto: creer o no creer.
Miguel
Pastorino
Fuente:
Aleteia