El
Papa Francisco explicó en la Audiencia General del último miércoles de mayo, la
relación que existe entre la esperanza cristiana y el Espíritu Santo
Texto
de la catequesis del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ante
la inminencia de la Solemnidad de Pentecostés no podemos no hablar de la
relación que existe entre la esperanza cristiana y el Espíritu Santo. El
Espíritu es el viento que nos impulsa adelante, que nos mantiene en camino, nos
hace sentir peregrinos y forasteros, y no nos permite recostarnos y
convertirnos en un pueblo “sedentario”.
La
Carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (Cfr. 6, 18-19); y a esta
imagen podemos agregar aquella de la vela. Si el ancla es lo que da seguridad a
la barca y la tiene “anclada” entre el oleaje del mar, la vela en cambio es la
que la hace caminar y avanzar sobre las aguas. La esperanza es de verdad como
una vela; esa recoge el viento del Espíritu Santo y la transforma en fuerza
motriz que empuja la nave, según sea el caso, al mar o a la orilla.
El
Apóstol Pablo concluye su Carta a los Romanos con este deseo, escuchen bien,
escuchen bien qué bonito deseo: «Que el Dios de la esperanza los llene de
alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por
obra del Espíritu Santo» (15, 13). Reflexionemos un poco sobre el contenido de
esta bellísima palabra.
La
expresión “Dios de la esperanza” no quiere decir solamente que Dios es el
objeto de nuestra esperanza, es decir, a Quien esperamos alcanzar un día en la
vida eterna; quiere decir también que Dios es Quien ya ahora nos hace esperar,
es más, nos hace «alegres en la esperanza» (Rom 12, 12): alegres de esperar, y
no solo esperar ser felices. Es la alegría de esperar y no esperar de tener la
alegría. Hoy. “Mientras haya vida, hay esperanza”, dice un dicho popular; y es
verdad también lo contrario: mientras hay esperanza, hay vida. Los hombres
tienen necesidad de la esperanza para vivir y tienen necesidad del Espíritu
Santo para esperar.
San
Pablo – hemos escuchado – atribuye al Espíritu Santo la capacidad de hacernos
incluso “sobreabundar en la esperanza”. Abundar en la esperanza significa no
desanimarse jamás; significa esperar «contra toda esperanza» (Rom 4, 18), es
decir, esperar incluso cuando disminuye todo motivo humano para esperar, como
fue para Abraham cuando Dios le pidió sacrificar a su único hijo, Isaac, y como
fue, aún más, para la Virgen María bajo la cruz de Jesús.
El
Espíritu Santo hace posible esta esperanza invencible dándonos el testimonio
interior que somos hijos de Dios y sus herederos (Cfr. Rom 8, 16). ¿Cómo podría
Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no darnos toda cosa con Él? (Cfr.
Rom 8, 32). «La esperanza – hermanos y hermanas – no defrauda: la esperanza no
defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Por esto no
defrauda, porque está el Espíritu Santo dentro que nos impulsa a ir adelante,
siempre adelante. Y por esto la esperanza no defrauda.
Hay
más: el Espíritu Santo no nos hace sólo capaces de esperar, sino también de ser
sembradores de esperanza, de ser también nosotros – como Él y gracias a Él –
los “paráclitos”, es decir, consoladores y defensores de los hermanos.
Sembradores de esperanza.
Un
cristiano puede sembrar amargura, puede sembrar perplejidad, y esto no es
cristiano, y tú, si haces esto, no eres un buen cristiano. Siembra esperanza:
siembra el bálsamo de esperanza, siembre el perfume de esperanza y no vinagre
de amargura y de desesperanza.
El
Beato Cardenal Newman, en uno de sus discursos, decía a los fieles: «Instruidos
por nuestro mismo sufrimiento, por el mismo dolor, es más, por nuestros mismos
pecados, tendremos la mente y el corazón ejercitados a toda obra de amor hacia
aquellos que tienen necesidad. Seremos, según nuestra capacidad, consoladores a
imagen del Paráclito – es decir, del Espíritu Santo – y en todos los sentidos
que esta palabra comporta: abogados, asistentes, dispensadores de consolación.
Nuestras palabras y nuestros consejos, nuestro modo de actuar, nuestra voz,
nuestra mirada, serán gentiles y tranquilizantes» (Parochial and plain Sermons,
vol. V, Londra 1870, pp. 300s.).
Son
sobre todo los pobres, los excluidos, los no amados los que necesitan de
alguien que se haga para ellos “paráclito”, es decir, consoladores y
defensores, como el Espíritu Santo se hace para cada uno de nosotros, que
estamos aquí en la Plaza, consolador y defensor. Nosotros debemos hacer lo
mismo por los más necesitados, por los descartados, por aquellos que tienen
necesidad, aquellos que sufren más. Defensores y consoladores.
El
Espíritu Santo alimenta la esperanza no sólo en el corazón de los hombres, sino
también en la entera creación. Dice el Apóstol Pablo – esto parece un poco
extraño, pero es verdad. Dice así: que también la creación “está proyectada con
ardiente espera” hacia la liberación y “gime y sufre” con dolores de parto (Cfr.
Rom 8, 20-22). «La energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y
ciega, sino es la acción del Espíritu de Dios que “aleteaba sobre las aguas”
(Gen 1, 2) al inicio de la creación» (Benedicto XVI, Homilía, 31 mayo 2009).
También esto nos impulsa a respetar la creación: no se puede denigrar un cuadro
sin ofender al artista que lo ha creado.
Hermanos
y hermanas, la próxima fiesta de Pentecostés – que es el cumpleaños de la
Iglesia: Pentecostés – esta próxima fiesta de Pentecostés nos encuentre concordes
en la oración, con María, la Madre de Jesús y nuestra. Y el don del espíritu
Santo nos haga sobreabundar en la esperanza. Les diré más: nos haga derrochar
esperanza con todos aquellos que son los más necesitados, los más descartados y
por todos aquellos que tienen necesidad. Gracias.
Traducción
del italiano, Renato Martinez
Radio
Vaticano